Suena el despertador con toda la potencia de la que es capaz -incómodo, inoportuno. Separo las brumas y aparece mi mente. Me giro hacia el otro lado -¿no decían que dormir de lado es querer regresar a la seguridad?- estirando brevemente la sábana, un vago protector ante el fresco que se asoma por la ventanuca del tejado. Allí está, al final de mi espalda, la punzada lumbar que me persigue desde hace años y sólo se adormece de vez en cuando; encojo las piernas, arqueo la espalda y recoloco con los muslos el pequeño cojín que me dijeron me ayudaría a conciliar el sueño. Entra una luz amarillenta rota apenas por los huecos de la persiana entornada. Me hago la dormida -como siempre desde hace cinco años- mientras él se despereza y se levanta -y es que nunca le costó obedecer al timbre del despertador. Niña Pequeña ronronea "Pa-páaa, pa-páaa" mientras él hace como que no se da cuenta, para luego quitarle el pijama y ponerle camiseta y pantaloneta. Les oigo trastear en la pequeña cocina: desayuno de leche, rosquillas, galletas, cereales. Ella se habrá echado una cucharada de cacao soluble, seguro. No me levanto. La luz amarillenta me adormece, estiro las piernas hasta que noto los músculos en tensión, los hombros hacia atrás, la punzada se aletarga. Me duermo.