— Papá, papá, a quién quieres más, ¿al tato o a mí?
— Al tato, por supuesto.
— ¿De verdad?
— Sí.
— Pero...
— Hijo, no paras de dar la brasa todos los días con estas preguntitas. Deja ya de preguntar. Mira tu hermano, está ahí callado y no molesta.
— Es un triste.
— No. Saca buenas notas. Será un hombre de provecho. Tú te inyectarás cocaína. Por eso tu madre y yo le queremos más que a ti.
— ¿Mucho más?
— Muchísimo más. Si comparáramos cuánto le queremos a él y cuánto a ti, la diferencia no entraría en esta habitación.
— Si lo sé no nazco.
— Ya lo creo. Pasas horas debajo de la ducha. Y el móvil. No lo usas para hablar, haces conferencias.
— Papá, es que yo tengo amigos. No cómo ese.
— Tú que vas a tener. Esos no son amigos. ¿Jaime? ¡Pero si es pelirrojo!
— Pues que sepas que Jaime es mi mejor amigo y nos llevamos muy bien.
— ¿Sí?
— Sí.
— Siempre te respetaremos en ese tema. Cada uno ama libremente.
— ¿Qué?
— ¿Tú ya has hecho los deberes?
— No. Iba a hacerlos ahora.
— Ya, siempre es ahora. Vete a tu cuarto. Estudia. Y piensa lo que vas a ser de mayor.
— Seré viejo.
— Antes, antes de ser viejo. Tu hermano lee. No estaría nada mal que se te pegara un poco.
— A ese sí que le pegaba yo...
— Venga, a tu cuarto. O te daremos en adopción. Va en serio. En una gasolinera.
— Joe...
— Venga, no te hagas el remolón. Si quieres que tus padres te quieran, tendrás que ganártelo.
- Pues que sepas que yo quiero más a mamá.
Imagen: Miguel Ángel Ayuste