Es como una nevada en pleno julio. Llega sin que se la espere. Uno se levanta, se viste, desayuna, sale de casa... y se la pega. No metafóricamente. Te la pegas, te resbalas, caes y te das de bruces contra el suelo delante de la gente.
O de espaldas si tienes suerte y llevas la mochila puesta (con el consiguiente amortiguamiento y posterior dolor lumbar). Claro que uno siempre puede echarle la culpa a los taxistas, a la inflación, al café que no te has tomado, a la presión de los exámenes. O puedes admitir que ibas corriendo porque se te escapaba el autobús. Y además llovía. Y resbalaba. Mucho.
Llovía porque era enero y en enero suele llover. Corrías porque tenías prisa y sueles tener prisa. Tenías prisa porque te habías dormido y últimamente siempre te quedas dormido. Te habías dormido porque te habías acostado tarde. Te habías acostado tarde... porque te habías acostado tarde. Hasta ahí llega el principio de causalidad: hasta donde a uno le parezca. Hasta donde uno esté dispuesto a admitir que se equivoca, que no puede controlarlo todo, que la vida le supera. A veces las cosas son tan sencillas que decidimos complicarlas.
Pero el resbalón no acaba con los riñones contra el suelo. Queda la parte más chunga: levantarse afligido por el orgullo perdido y poner cara de circunstancias. Eso sí, puede ayudar que en plena caída el móvil salga disparado mientras te viene a la mente cuando de pequeño resbalaste y te partiste los piños. Digo que puede ayudar ver a tu móvil perderse en la calzada porque así tienes una excusa para levantarte en plan ninja y recuperar tu valioso tesoro. Es más fácil levantarse si se tiene una razón para hacerlo, aunque en este caso sea una tan triste como un móvil de ¿diez? euros.
Curiosamente al final uno recupera su móvil intacto. Sorprendentemente uno esboza una sonrisa entre divertida y dolorida. Casualmente el autobusero lo ha visto todo y espera a que llegues. Inexplicablemente uno aprende de las veces que se cae. Y aunque vuelva a caer una y otra vez esto sólo significará que todavía no ha alcanzado la meta final.
¿De qué va todo esto? De la prisa, que nunca es buena consejera. De las caídas, que forman parte de la vida de cualquiera por mucho que uno se crea el superhombre nietzscheano. De lo importante que es tener algo a lo que agarrarse cuando se asoma el abismo. De la vida, de intentarlo otra vez, más sabio y más viejo que antes.
En definitiva, de lo que enseña todo buen traspiés que se precie, que no es otra cosa que aprender dónde hay que apoyar los pies. En terreno firme, cimentado y seguro: en la Verdad.