Nunca me ha entusiasmado excesivamente el plan Bolonia. Siempre me ha parecido la típica “reforma-cobertura” destinada a calmar las críticas momentáneamente y a demostrar una supuesta “actividad” por parte del gobierno vigente, hasta que en la siguiente legislatura se cambia de tercio, accede al poder la oposición, y repite con otras reformas de pacotilla peores, algo así como un “otro llegará que bueno me hará". Pues bien. Ayer le encontré el único matiz relevante a esta reforma. Sucedió que una jovencita de unos dieciocho años, embriagada de pasión por los presupuestos, las implicaturas verbales y un montón de apuntes desperdigados a lo largo de un gran –pero poco pulcro- escritorio, sintió que estas voces le llamaban… clamaban su presencia, la presencia de aquellos ojos que las devoraran con la mirada, capítulo uno, capítulo dos, capítulo tres… Que morían porque aquellos ojos se calaran de su esencia de principio a fin, de su alma… Aquellos verbos descriptivos ilocutivos se estremecían ante su mirar… Hasta que un dantesco escalofrío recorrió su espalda. La muchacha se dio cuenta de que el reloj-despertador de la repisa marcaba las cuatro de la madrugada. Podría estar equivocado, al fin y al cabo, ya le había jugado unas cuantas malas pasadas. Se le pasó por la cabeza la idea de arrojarlo por la ventana, pero la calle estaba lo suficientemente transitada como para no hacerlo (había un perro). Se incorporó con dificultad por la experiencia religiosa que había vivido instantes antes (algo así como un éxtasis de Santa Teresa, pero sin Teresa y sin otro Dios que no fuesen las elocuentes palabras de aquel tratado de lengua española). Le costó hacerlo, pero alcanzó el móvil con dificultad que se hallaba aparcado a tres manzanas y una mandarina –literalmente-. Cuando comprobó que el despertador no mentía, ya era demasiado tarde. Éste se había indignado lo suficiente como para dejarse caer al suelo con el mayor estruendo posible. Se replanteó la idea de acabar con él, arrojándolo al inodoro. Pero estaba demasiado gordo y carecería de la forma física de Phelps para nadar por las tuberías. “Esto me pasa por dejar que se coma mi tiempo de esta manera. A partir de ahora estarás a dieta. Tocarás la alarma todos los días por la mañana de forma continuada, y te quitaré la pila dos veces al mes”. Lo colocó en su lugar y decidió irse a la cama. Durmió cuarenta y cinco minutos y se levantó con una espléndida alegría por las tres horas que echaría en su éxtasis. Pero como el despertador planea contra el género humano hasta en fase soporífera –de toda la vida-, hizo que a la joven las horas se le hiciesen milenios, y que el sueño acaparara la poca cordura que le quedaba, haciéndola a esta desaparecer entre sus viles esbirros, aquellos que dicen llamarse bostezos. De esta manera, el día avanzó de forma lenta y tediosa, pero contrariamente a lo que podáis pensar, ella mantenía una sonrisa amplia, un rostro iluminado –por la preciosa luz blanca de un flexo-, y un brillo muy particular en su mirada trémula de enamoramiento textual –brillo ocasionado por las lágrimas de sueño y los temblores que las tres tazas de café mañanero habían producido en su cuerpo-. A las doce decidió irse a casa, pero el despertador rencoroso procuraba no dejarle en paz, y gemía y gemía con aquella alarma demoníaca sin parar hasta que finalmente, su voz se apagó como consecuencia de un golpe que bien podría haber sido violencia feminista. Pero no he dicho nada. El día continuó avanzando. A las tres de la tarde la duda existencial surgió. Le reconcomía la conciencia y no hallaba respuesta a su interrogante. ¿Qué hacer? Se encontraba cohibida, frustrada. La sola idea de no saber cómo proceder hacía que su cerebro jadeara exhausto de tanta actividad fustigadora como es el pensar. No es momento de filosofar. Está decidido. Y que pase lo que tenga que pasar. Me voy a clase. Y no hay vuelta atrás. Me arrepentiré toda mi vida de haber ido al exterminio el diecinueve de enero del dos mil once, será una culpa que me persiga por el resto de mis días. Pero con ayuda psicológica de mi amigo Pocoyó puede que consiga superarlo, Él siempre tiene respuesta a cualquier situación. Él siempre ofrece los consejos más sabios. Es ducho. No habla. Y ahí reside su sabiduría, en su pijama azul. Sí, hoy me vestiré de azul. ¡Oh, vaya! Como soy daltónica me acabo de poner unos vaqueros y una camiseta morada. Lástima. Después le rezaré a Pocoyó por el pecado cometido. No quiero ir al Juicio Final de TVE. Que no tengo ganas de verle la cara a Lorenzo Milá, ni mucho menos a ese reportero tragón de España Directo que devora como un velocirraptor facebooquiano todos los platos de los chefs a los que va a entrevistar. Traumatiza a las “Señoras que…” que lo ven. Ahora me explico el auge de “Sálvame Karmele”. Y lo peor de todo no es eso, sino que el pobre “Diario de Patatricia” –lo sé, soy una trasgresora de las normas, pero me gusta el peligro, y me niego a llamarle “El Diario”- ya no es el enganche posterior de España Directo. ¡Y quién va a ver ahora al gitano del quinto que se enamoró por el chat de un Drag Queen rumano muerto! Y con todo esto… ¡Ups! ¡Vaya! He terminado hablando en primera persona… Para familiarizarme con el asunto, no penséis que soy yo, vaya. En definitiva, que mi amiga terminó yendo a clase. Y me diréis… ¿y esta parrafada para contarnos que fue a clase? Y yo os digo… ¡No! ¡Para contaros cuán brillante es el saber, que no ocupa lugar y que llena nuestras mentes de divagaciones y locuras por doquier! Esto solo es para demostraros la capacidad del ser humano en llenar folios y folios y no decir nada -así que… si sales de un examen y me cuentas que has escrito siete folios… Suspenderás- bueno, o en contaros mi vida, que es como una telenovela sin cuernos, sin trastornadas, sin empalagosos y sin acento. Osease, nada. ¡Ah, pero no, que no es mi vida, es la de mi “amiga”! Es que la pobre está hasta el moño de tener que “extasiarse” de noche. Al menos no copies mi ejemplo. Porque la segunda parte es la interesante. Pero me la reservo para mañana.
- Esta primera parte está dedicada con amor, cariño y muchas dosis de periodismo a un amigo muy especial que me hizo pensar que los Drag Queen también son personas, tienen pelo y pueden salir a pasear a sus perros por el parque.
Ana Esther