No sé si fui yo o, más bien, él quien me encontró a mí, allí, medio escondido entre otros similares, como ocultándose o haciendo que no me veía. El tono de su piel destacó sobre todos los demás y al tocarla fue como rozar apenas las yemas de los dedos, tan suave era su textura; suave y cálida, como las mantitas de los bebés, anunciando ya desde el exterior cómo sería saborearlo y paladearlo lentamente.
No pude entonces dejar de tocarlo, acariciarlo con las dos manos, dejar que se quedara conmigo, conmovida por su olor dulzón único que me transportaba a paisajes tranquilos -tal vez, incluso, algún lugar paradisíaco, con rumor de olas. Mi marido lo comprendió, como no podía ser de otro modo, en cuanto lo vio entrar conmigo en la puerta, invitándole a pasar y buscando el mejor sitio para él, el más adecuado para poder disfrutarlo juntos...
Y es que hoy compré media docena de melocotones...