No pude entonces dejar de tocarlo, acariciarlo con las dos manos, dejar que se quedara conmigo, conmovida por su olor dulzón único que me transportaba a paisajes tranquilos -tal vez, incluso, algún lugar paradisíaco, con rumor de olas. Mi marido lo comprendió, como no podía ser de otro modo, en cuanto lo vio entrar conmigo en la puerta, invitándole a pasar y buscando el mejor sitio para él, el más adecuado para poder disfrutarlo juntos...
Y es que hoy compré media docena de melocotones...