Continuación de las Reflexiones
Mi padre creía que solo había dos alternativas. O una revolución que le diera poder a la burguesía y consagrara una suerte de nacionalismo burgués, como había pasado en México, u otra que siguiera la pauta radical de la revolución cubana y anulara a la burguesía por medio de una rápida apropiación de recursos por parte del Estado.
De lo que no había dudas era que la revolución vendría. Si esto va a ser como México, hay que apoyarlo de todas maneras. Pero el modelo ideal es Cuba.
Quizá los años 70s fueron una larga espera y estuve sentado en diversas poses, en entradas de diferentes casas (unas más pobres que otras), viviendo la infancia y esperando la revolución. Me distraía del tema principal (la llegada de la revolución) y esa distracción era vivir: Papillon, la Sociología del materialismo, la radio, la TV.
Sentado sin hablar, como correspondía. No eran temas que se hablaran de manera ordenada o sistemática. Nos gustaba el cine, nos comunicábamos por imágenes y gestos significativos. La revolución era asunto del sentido común o si se quiere algo íntimo, nunca algo exógeno o venido de otra parte, mucho menos un dicharacho. México o Cuba.
Por una parte, compartimentación, por otra parte, silencio natural.
Un hombre saludo a mi padre cerca de la gasolinera Shell. Usaba una boina, tenía los labios gruesos, los dientes grandes. Mi padre reticente le aclaró a mi madre, cuando el hombre ya se alejaba, que era un “oreja”. No había que hablar mucho. Las cosas suceden y se ofrecen a la interpretación por sí mismas.
Vivíamos en 1978 junto a una Iglesia pentecostal (es decir una casa común que había sido reconvertida en lugar de culto). Nos acostumbramos a las prácticas teológicas de aquella gente: el entusiasmo pop de las canciones (los “coritos”), las secuencias del hablar en lenguas, los procesos expulsión de demonios. Los fieles eran gente del barrio y caminaban en santidad todo lo que podían (cuando no pasaban semanas o años de vuelta “en el mundo”). La pastora era una mujer puertorriqueña que quería convencer a mi padre de asistir alguna vez al culto. Estaba una vez ella renovándole la invitación cuando él le aclaró determinante: “creo en la teología de la liberación”. Desde ese día también yo creí en la teología de la liberación. Esas cosas determinantes se aprenden así.