Teoría de los imanes

(#palabrasalviento Zenda)
Con motivo de nuestro décimo aniversario, nos citamos en la escalinata de la biblioteca donde nos conocimos. Daniel sacó un libro de su bolsillo. Él tenía esa forma de hacerse entender, y comenzó a pasar las hojas, de manera compulsiva, levantando un embriagador viento con olor a papel. Para cada tema, encontraba el texto preciso que ilustraba sus aseveraciones. Me rogó atención. Por supuesto que se la presté, como una boba y sin siquiera pestañear, cuando comenzó a leer sobre las fuerzas invisibles que atraen a los cuerpos. Algo evidente, de ahí los dos lustros que llevábamos de noviazgo. A continuación, me mostró unas hermosas fotografías del núcleo líquido terrestre que, al parecer, guarda otro sólido en su interior. Eureka, había recapacitado sobre lo feliz que me haría ser madre y supe que compartía mis deseos. Temblé. Cómo evitar hacerlo. Mis lágrimas no pudieron retener tamaña emoción y comenzaron a brotar desparramándose en cascada. Como buen caballero, me ofreció un pañuelo y miró la hora en su reloj. Inequívocamente, deseaba retener este bendito instante en su memoria. Habló de los polos positivos, de los negativos, de las fuerzas de atracción, de las de repulsión... Sin duda, estábamos hechos el uno para la otra como esos imanes que no pueden separarse. Ahora mis padres deberían tragarse tantos años de recelos y desconfianzas hacia él. Qué guapo estaba. No pude resistirme y le interrumpí con una pícara sonrisa, aplaudiendo la forma tan hermosa que tenía de explicar las cosas. «Te entiendo, mi vida —le dije afirmando también con la cabeza—, y bien que te entiendo…». Entorné los ojos, de forma seductora, humedecí mis labios y los aproximé a los suyos dispuesta a besarle, cuando nueve palabras se interpusieron entre nuestras bocas: «Te dejo, espero que —por fin— lo hayas comprendido».