Había en sus ojos algo parecido a la tristeza. Era como escuchar uno de los primeros discos de Dylan, esos en los que la angustia revolotea sobre cada verso. Sostenerle la mirada se tornaba deprimente. Sin que te dieras cuenta el verde profundo de sus ojos te calaba hondo en el espíritu y ya no había marcha atrás, una pelota de acero se te incrustaba en el pecho y el único deseo que te nacía irrefrenable era el de abrazarla y llorar. Por eso yo no la miraba. Las veces que pasábamos noches enteras charlando en su cuarto y ella me fijaba la vista buscando en mí un gesto cómplice, yo la esquivaba temeroso de quedar preso de esa congoja, sin saber que esa sensación de desconsuelo que me provocaba entonces no era nada comparado con todo lo que vendría después. Y en estas historias lo único que importa siempre es el después, el trayecto imbricado entre las dos puntas del ovillo, porque al fin y al cabo todos los principios y todos los finales son el mismo una y otra vez.
Mi declaración de amor fue bastante confusa: hablé de Lacan, del Dante y de San Agustín, le dije que me encantaba cómo fruncía los labios cuando pitaba sus cigarrillos y que me alegraba que hubiera dejado de comerse las uñas, evité cualquier tipo de mención sobre Bob Dylan, y en voz muy baja, sin mirarla, deslicé que la quería. Quizás si me hubiera esforzado un poco más ella me hubiera tomado en serio. A la semana siguiente subió al micro de las tres hacia Buenos Aires, y a los pocos días se cruzó a Europa a probar suerte en su Francia natal. Pasaron quince años hasta que la volví a ver. Nos encontramos de casualidad caminando por la Rambla (casualidad porque yo nunca dejé la ciudad y ella nunca anunció su regreso). Al principio nos regalamos las sonrisas sinceras y las miradas de los que alguna vez estuvieron cerca. Tomamos un café en un bar de la costa, nos preguntamos cómo estábamos y después de una charla breve y liviana se ofreció a llevarme a mi casa. Así vería cómo estaba el barrio, dijo, no había recorrido mucho desde su regreso y le encantaría volver a ver las calles en las que crecimos. Me contó que en París había un barrio parecido, pero más frío y menos cordial. También me dijo que había estado casada con un cineasta belga, que pasaron juntos tres años maravillosos y que tuvieron dos hijas más maravillosas aún. Tiempo después el comportamiento del belga se tornó, según ella, algo errático. No indagué demasiado. La relación viró hacia la indiferencia y el extrañamiento, hasta que un buen día ella supo que todo se había terminado. Al belga se lo tragó la tierra y nunca más supo nada de él. Maribel y Catalina, sus hijas, se adaptaron rápidamente a crecer sin un padre. Me gustaría conocerlas, dije sin pensar y me sorprendí por mis palabras. No supe por qué le dije eso. ¿Tan desorientado estaba? ¿Volvería a incinerarme? Noté como sus manos se tensaron por un segundo. Pagué los cafés y salimos. Apenas subí al auto me sentí volver a la noche en que todo se quebró.
Llovía, helaba, en la vieja terminal deambulaba un puñado de personas esperando arribos y partidas. Para eso están las terminales. Cuando el micro arrancó y la poca gente que había en la plataforma comenzó a agitar sus brazos saludando a los pasajeros, apreté la espalda contra la pared y me tapé la cara con las manos. Necesitaba llorar como nunca antes pero no solté ni una lágrima. Levanté la vista hacia el micro y a través de la ventanilla los ojos de Marisol se posaron en los míos. Supe que no me iba a odiar por no acatar su pedido de no despedirla, supe también que no me iba a amar de repente por estar parado ahí como una estatua cenicienta, y lo peor de todo es que supe que a partir de ese momento el único sentimiento que yo representaría para ella sería la pena. No te vayas, traté de decirle con un gesto. No llores, creo que quiso decirme. Ninguno de los dos sonrió, ninguno saludó con la mano. Nos miramos hasta que el micro dejó la estación. Volví a casa empapado y muerto de frío; esa noche no pude dormir ni llorar.
Los primeros días después de su partida fueron los peores, los que recuerdo más vívidamente, el resto se puede sintetizar como una larga espera. Una terminal sin fin. Me pasaba tardes enteras en la playa mirando las olas y la arena. Algunas noches, extraviado y habiendo perdido la noción del tiempo, pensé en caminar mar adentro y fundirme con la sal y el yodo, nadar hasta más allá de la rompiente, más allá de donde el reflejo de la luna cambiaba el color del agua, dejarme llevar y perderme para siempre en la inmensidad del océano. Otras noches ese infierno salado que me inventaba me parecía insuficiente e imaginaba un escenario que a mi consideración era más dramático y menos cursi. Me veía caminando sin cesar, recorriendo kilómetros de médanos y dunas, a cada paso que daba mi cuerpo se hacía más pesado y se hundía; caminaba hasta que nada de mí se asomaba en la superficie, hasta que me hallaba completamente cubierto, sumergido en mi propio desierto. Sepultado. Pero nada de esto tenía que ver con Marisol, sino con la sensación cada vez más certera de que nada de lo que había hecho hasta ese momento tenía sentido ni propósito, y de que nadie me extrañaría si desaparecía. Seguramente tardarían semanas en darse cuenta, y mucho más hasta que encontraran mis restos.
El motor del VW apenas se escuchaba, nos deslizábamos sin esfuerzo entre los pocos autos que transitaban el boulevard. Bajé la ventanilla para que la brisa marina me despejara un poco las ideas y me diera letra para una conversación coherente y adulta; estaba lejos de mí el deseo de desenterrar el pasado con reproches o planteos que ya formaban parte de nuestros museos personales. Esos escaparates en donde depositamos los recuerdos y vivencias que creemos fundamentales, y visitamos de tanto en tanto para cerciorarnos de que tuvimos una vida. A un lado, los nuevos edificios construidos sobre la costa, el asilo abandonado y en refacción eterna, las pocas parrillas que sobreviven fuera de temporada, los afanosos ciclistas que insistían en desafiar el otoño, pasaban como fotogramas de una película en Súper 8; al otro, el mar incansable rugía más altivo que un trueno, armaba un dúo armónico con el viento y entre los dos se devoraban la playa. Cuando pasamos Constitución yo seguía con la vista al frente, Marisol manejaba despacio y al mismo tiempo miraba todo el paisaje como si lo viera por primera vez, se le dibujaba una sonrisa melancólica cada vez que reconocía algo y me decía cosas como “mirá, ahí estaba la panadería de Paulina”, “allá a media cuadra es donde chocamos con la moto, no?”, o “no puedo creer que no hayan hecho nada con ese baldío”. Doblamos por Estrada hacia El Grosellar y mi cabeza se llenó de preguntas, me sentí invadido por una corriente de curiosidad inesperada, quería saber absolutamente todo lo que no sabía de ella, quién era esa mujer que manejaba a mi lado y que yo recordaba como una casi niña, cómo el tiempo y la distancia la habían transformado, y muchas otras cosas que más que definirla a ella definían mi necesidad de respuestas. El instinto de autoconservación nos provee en la mayoría de las ocasiones de una lucidez extrema y veloz; gracias a esta lucidez reaccioné justo a tiempo para controlarme y no preguntar absolutamente nada de todo aquello. Si lo hubiera hecho, me hubiera visto obligado a responder las cosas que Marisol quería saber y que se aguantaba de preguntar, podía darme cuenta de eso por la forma en que apretaba los labios y en la leve capa de sudor que le hacía brillar la frente. Me tragué las ganas porque no tenía sentido exponer qué había sido de mí durante todos esos años. Nos hice un favor. Llegamos al barrio. Dimos un par de vueltas por las calles estrechas y desparejas. Un ligero viento entraba por las ventanillas y le alborotaba el flequillo, le acariciaba la cara y el cuello y quedaba flotando en el interior del auto un par de segundos. Seguimos avanzando lento, muy lento, para absorber hasta agotarlos todos los colores, olores y ruidos que atravesábamos, como si fuera la última oportunidad que teníamos de sentirlos tan profundamente. Paramos en la plaza y nos apoyamos en el capó del VW a fumar un cigarrillo mirando hacia la canchita de tierra. Vimos los mismos arcos oxidados, los mismos árboles frondosos, los mismos yuyos crecidos a los costados de los caminitos de canto rodado, los mismos canteros destrozados. Escuchamos a la distancia los ladridos de los mismos perros de siempre. Todo era lo mismo. Pero nosotros, ya contaminados, ya más viejos, temerosos de volver a ser los que allá lejos se necesitaban tanto, en el mismo barrio y en la misma plaza, a la sombra del mismo jacarandá, supimos que éramos otros. Tan otros que nos costaba reconocernos. Me paré frente a ella, le agarré la mano y la miré fijamente a los ojos. Y en esos ojos verdes que hacía quince años que no miraba y que me daban tanto miedo no encontré tristeza, ni angustia, ni desconsuelo; encontré solamente el reflejo de un hombre de casi cuarenta años que ya no tenía esperanzas. Terminamos el cigarrillo y nos volvimos a subir al auto.