El sábado de madrugada nos despierta el terremoto.
El departamento duplex, 4to y 5to piso, que arrendamos en Ñuñoa se mueve como un barco a punto de naufragar. La oscilación es increíblemente fuerte. La electricidad se corta, estamos en la oscuridad y escuchamos cómo se estrellan en la escalera los estucos que se deslizan de las paredes, las cosas que caen, las tazas que revientan. Estamos brevemente abrazados (los dos niños y nosotros). Son minutos muy largos.
Cuando salimos, se oyen gritos de gente que ha quedado atrapada por puertas en edificios vecinos. Hay también gente atrapada en el nuestro. (Hay edificios de 20 y más pisos en todo este sector, todos resisten el terremoto). Algunas puertas tienen que ser tumbadas. Por suerte nada grave en los alrededores. Amanecemos con algunos vecinos en la entrada del edificio. Nuestra historia es particular: los únicos nicaragüenses a los que el terremoto da la bienvenida a Chile.
Por el día vagabundeamos por los parques tratando de evitar volver al edificio. Recorremos parte de Irrarázaval (la principal avenida de Ñuñoa) donde hay varios edificios con daños menores: se han caído algunos paramentos, se han deslizado techos. El comercio está cerrado exceptuando algunos restaurantes que abren a mediodía. El transporte parece normalizarse (al menos los buses).
Loa habitantes de nuestro edificio se entregan a la limpieza. Esa entereza es admirable. Los corredores están llenos de lozas quebradas, estucos, aparatos dañados. Mucha actividad y de vez en cuando una salida precipitada por las réplicas del terremoto que son muy fuertes. Algunas de más de 6 grados.
La siguiente noche es de vigilia. Hay una réplica fuerte la mañana del domingo, entre otras de menor intensidad.