Cuando en la ancestral gasolinera comenzaron las obras para adaptar el cuarto donde despachábamos aceite y aquellos retretes que limpiábamos con agua fuerte, a los tiempos modernos, nos instalaron en una caseta de obra. Estaba situada en la última pista, junto al jardín. Allí los pasos sonaban majestuosos, importantes y reverberados, sin distinguir el calzado ni la clase social: a la igualdad por el ruido de las pisadas.
Una sábado en el turno de noche, cerca de la una de la madrugada, un automóvil se colocó en el lugar correspondiente para repostar. Cubrí la distancia entre la chabola y el surtidor, era un Opel blanco, dentro iban dos gitanos, parecían una mezcla de Camarón y Bebo el Cigala. Me llamó la atención que el tapón del depósito no tuviese el recubrimiento donde está la cerradura. Se bajaron y me saludaron afectuosamente, con agrado me pidieron que les llenase el depósito pues iban de viaje a Valencia, explicaron. El conductor, más alto pero igual de bien vestido que el copiloto, me indicó que tuvieron que romper el tapón pues habían perdido la llave. Me pagaron el suministro. Después estuvimos fumando y bebiendo un refresco, ellos invitaron. Sin demostrar prisa ni nervios, estuvimos cerca de media hora de parleta. Cuando se fueron me quedé contento y muy satisfecho por la afabilidad de aquellos clientes.
Dos horas más tarde y mientras repostaba a un auto, otro coche con gran aparato de acelerones y frenazos entró en la estación. Se bajó un conocido mancebo de botica, mozo viejo, calvo, con bigotito y el rostro descompuesto. Al mirarlo recordé que tenía un Opel blanco, cayendo en la cuenta. Explicó que estaba en casa de unas amigas, también solteras, jugando con pasión y desenfreno al palé, dado que era sábado por la noche. Cuando consiguió erigir el tercer hotel en la calle de Alcalá notó un mal presagio que le hizo bajar a la calle, descubriendo que no estaba su auto y no pudiendo acabar de desplumar a sus célibes amigas.
Le di razón de quien llevaba el coche, hacía donde se habían encaminado y el supuesto destino. También le expliqué, ya con los municipales delante, que mis iniciales sospechas habían sido diluidas por la confianza, tranquilidad y, sobre todo, por la simpatía de las que hicieron gala todo el tiempo que estuvieron en la gasolinera. Acabadas las explicaciones, se fueron todos a poner las denuncias y a cursar los avisos correspondientes. Al rato volvió el coche de la Policía Municipal, un joven y novato guindilla, al que conocía por su hermano, me pidió por favor que cuando acabase el turno, me fuera con ellos a declarar, sobre todo, para que el jefe notase su eficiencia. Así lo hice, llegué a acostarme con el sol alto.
Años después, cuando servidor trabajaba en la gasolinera de los adorables ancianitos y el policía había dejado de ser un dubitativo y cordial novato, una madrugada que iba tarde al trabajo, pasé un semáforo en rojo, no obstante con todo el cuidado del mundo. Eran las cinco de la mañana. Se conoce que me vieron y a los pocos segundos de realizada la fechoría, tenía detrás el coche patrulla con toda la parafernalia luminosa prendida. Paré y ellos detrás. El conocido patrullero se bajó del auto y por medio de voces y juegos de manos, me intentaba hacer ver la gravedad de mi hecho. A lo que un servidor, le respondió:
—Oye P…, si me tienes que multar me multas, pero no me eches la bronca, que no son horas.
A los pocos días del robo del Opel, apareció cerca de Valencia, en una gasolinera en la que no pudieron pagar los melenudos gitanos y fueron arrestados.
Tres años después recibí una citación de la Audiencia Provincial de Ciudad Real en la que se me instaba a acudir como testigo a un juicio criminal signado con unos guarismos, que los gastos de desplazamiento y manutención me serían abonados y que de no hacerlo incurriría en las penas que marca la ley. Al menos durante cinco veces en el transcurso de cuatro años, recibí la misma citación, acudí a la audiencia y el juicio fue suspendido por una razón u otra.
La última vez vi esposado y escoltado al más pequeño, al copiloto. Había perdido todo el halo de simpatía y de elegancia, lo encerraron en un calabozo al lado de la sala. Nuevamente se suspendió la vista. Al ir a cobrar las dietas, le dije a la fiscal que ya había cumplido con creces con mi obligación ciudadana y, como falsa excusa, que sería imposible que a los siete años me acordase de la cara de unas personas que había visto escasamente media hora. Ella me dijo que no me citaría más ya que iba a retirar la acusación, pues el más alto que conducía el coche robado, había fallecido ese mismo día en un accidente del furgón policial que lo trasladaba al juicio y al pequeño, me indicó, le quedaban un par de meses de vida.
Dura lex, sed lex.