Le falta el punto era lo más odioso que jamás había escuchado en mi vida. Qué tipo más desconsiderado vino a ser el tío Pedro, siempre quejándose de todas y cada una de las comidas que la adorable tía Marlene servía con todo el amor del mundo. Decía, entre otras cosas: “Joaquín, hijo, pásame la sal, a esta comida le falta el punto.” “Todo está rico, amorcito, pero le falta el punto.” “‘Ta buena la comida solo que le faltó el punto.” “Esta vez me sorprendiste mi vida, estás cerquita del punto.” Era de todos los días.
Eso sí, el tío Pedro se podía ser el esposo más jodido a la hora del almuerzo y hasta podía quejarse de todo cuanto quisiese pero, eso sí, se tenía que terminar toda la comida y repetir y repetir y repetir. Él creía solemnemente que parte de su buena salud se lo debía a su apetito voraz. Comía como condenado, como buen pobre, sin modales, a duras penas cerraba la boca y con las justas se lavaba las manos. No se lavaba los dientes, eso es para maricones. Era agresivo y podía ser vulgar si era necesario, pero nunca le hizo daño a la tía Marlene. Cuando no se quejaba del punto parecía un león amancebado, domesticado, hasta un poquito tierno y noble. Más bien parecía un gatito contento y agraciado.
Los visitaba a menudo, dos hasta tres veces a la semana. Almorzábamos juntos. Nunca me pidieron nada a cambio de los innumerables almuerzos, pero tampoco lograron hacerme sentir parte de sus vidas. Era el sobrino, el hijo del querido Mauricio; pero también, era sólo una visita. La visita que nunca lavará su plato ni ayudará a recoger la mesa siquiera. Nunca encontré el punto que tanto busqué para ser más que una visita…