The perks of being a señora

Publicado el 15 agosto 2016 por Rizosa
Si una mañana te levantas, te recoges el pelo en un moño desaliñao, te miras al espejo mientras te atusas la bata o el vestido de flores del chino y de pronto comprendes que te has convertido en una señora, no te entristezcas. Tampoco te apenes si ya se te ven las raíces de las canas, si cada vez te cuesta más cubrirte las arrugas con el maquillaje, si te duelen las piernas después de estar de pie media hora o si la mitad de tu armario ya no te entra.No sufras si cualquier comida empieza a sentarte mal por las noches, si salir de juerga hasta el amanecer te apetece menos que ser mordida por un tiburón blanco, si de pronto cualquier zapato te resulta más bonito cuanto mayor sea su comodidad o si ya los piropos que te decían por la calle se están convirtiendo en "espere, que le ayudo". 
Algo está cambiando en tu vida y no sirve de nada intentar negarlo: la señoridad es fuerte en ti. Asumirlo y aceptarlo como parte de la evolución de la vida es -lo prometo- lo mejor que te podría pasar nunca. De verdad, eh, que ya sabéis que yo soy muy payasa y me río mucho pero que no digo nada por decir. No importa si tienes 25, 30 o 40 años: toda mujer sabe cuándo se ha transformado en una señora; aún así algunas ya nacen siéndolo y otras no llegan a serlo nunca. Pero si ese momento llega tienes dos opciones... deprimirte llorando por aquello que fue y que no volverá, o alegrarte por lo que está por venir ahora que tienes superpoderes nuevos. A partir de este momento podrás hacer exactamente lo que te dé la real gana, porque las señoras ya tienen una edad (espiritual) como para pasar del resto de la humanidad y buscar su felicidad. Ya no pasa nada por emborracharte a las cuatro de la tarde, por ser borde para algunos e imperfecta para la mayoría, por decir las verdades que antes te traían problemas, por comer lo que te gusta y te apetece, por dormir cuando tengas sueño sea la hora que sea, por elegir el mejor asiento, por quedarte en casa si no te apetece salir, por no ir siempre correcta y arreglada,  por estar sola, por llorar y reír con mucha fuerza y perder la compostura hasta que te duela la barriga, por no ser lo que otros consideran sexy, por decir tacos y ser histriónica, por coger lo que quieres, por resultar hortera y excesiva, por luchar por lo que te pertenece y es justo, por ser excéntrica o ser simple si te apetece (y por cambiar de opinión si te da por ahí), por llevarte una silla a la playa y abanicarte golpeándote las tetas, por cantar en voz alta, por pagar más por una habitación mejor y por obtener un mejor servicio, por mandar al carajo a quien te haga infeliz, por dejar de tener una conciencia innecesaria, por no invertir tu tiempo en tratar de hacer que te comprendan, por cambiar el sentimiento de culpabilidad por una voz que te dice "blablablabaconblablabla", por decir que no,  por verte guapa así, tal y como eres. 
Cuando eres una señora ya no importa nada de eso, y no porque te vuelvas invisible al resto del mundo de golpe y ya nadie te vaya a criticar nunca más, sino porque ya todos y todo te importan un pimiento y empiezas a ser lo más importante de tu vida. Algunos lo llaman la sabiduría de los años; yo lo llamo encontrar el equilibrio.
A mí nunca me molestó que me empezaran a llamar de usted. No recuerdo bien cuál fue la primera vez, pero no me supuso un trauma. No me da miedo cumplir años: me daría mucho más miedo que pasara el tiempo y yo no hubiera aprendido a sentirme dichosa por ser quien soy, la señora estilosa y pava que le canta coplillas a su gato en la que me estoy convirtiendo.