Estos días me ha venido a la cabeza un bello recuerdo de los años en que comenzaba mi adolescencia, uno de esos recuerdos de lesbiana inconsciente que hoy me llenan de ternura... y estupefacción.
Tenía yo una amiga en el colegio que se llamaba M. Entre otras muchas cosas, M y yo compartíamos nuestra afición por la música y el baile. Gracias a M, además, contábamos con un equipo tecnológico de última generación para desarrollar nuestro arte: una grabadora que le había pimplado a su padre, a través de la cual inmortalizábamos nuestras creaciones, y que también nos servía como cadena musical punterísima a la hora de representar nuestras coreografías.
Aquel año decidimos entregarnos de lleno a una única canción, grabada y regrabada en la misma cinta de casete, y que de vez en cuando parecía mandarnos mensajes del más allá después de habernos dedicado a rebobinarla o pasarla de manera compulsiva. Pertenecía a la banda sonora de nuestra peli preferida, cuya coreografía central creíamos estar reproduciendo milimétricamente, salto del ángel incluido.
Hacia la mitad del curso todo parecía perfecto. Habíamos logrado ejecutar cada movimiento con exquisitez, nuestros cuerpos se deslizaban por la pista (léase “el patio”) como si tuviéramos alas en nuestros pequeños piececillos, y general nos la sabíamos tan bien, que la bailábamos de corrido mientras nos contábamos qué tal lo habíamos pasado el fin de semana o cómo nos había salido el último examen. Todo parecía perfecto, y probablemente lo era, hasta que yo tuve una genial idea que terminaría por dar al traste con nuestro trabajo.
¿Qué podía faltarle a una obra de arte creada en virtud de la intimidad existente entre dos mujeres? Para mí, durante aquellos años y también mucho después, estaba claro. ¡Hombres! ¿Cómo íbamos a ser la perfecta imitación de Jennifer Grey y Patrick Swayze siendo dos mujeres? ¿Dónde se había visto algo semejante? Así que me decidí a comentárselo a M: para que nuestra creación fuera perfecta, debíamos encontrar urgentemente a dos chicos dispuestos a bailar con nosotras.
A M aquello debió de parecerle poco menos que alta traición. ¿Dos chicos? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cómo se me podía haber ocurrido despropósito semejante? Trató de convencerme de que mi idea era una locura, de que el baile estaba bien como estaba, de que, a pesar de todo, éramos la imitación perfecta de la mítica pareja. Nadie podía dar vida a nuestra coreografía mejor que nosotras, eso era algo que podíamos comprobar con sólo bailarla, y la presencia de dos extraños sólo vendría a estropear las cosas.
Pero yo seguía pensando que una pareja de baile formada por dos mujeres no estaba bien. Pensaba que era algo incompleto, imperfecto, insuficiente. Así que le prometí a M que encontraría a dos chicos suficientemente comprometidos con nuestra coreografía, de manera que ésta no sólo no se estropearía, sino que ganaría con el cambio. ¡Cuán equivocada estaba!
La búsqueda se convirtió en un proceso sumamente arduo. Tras cosechar un sinfín de negativas, burlas y comentarios sarcásticos, me vi obligada a hacer uso del as que guardaba en la manga y convencer a G, que desde hacía tiempo le ponía ojitos a M, y al que soborné con la promesa de que el baile le proporcionaría una irrepetible oportunidad de conseguir de M algo más que desplantes. Aprovechando la coyuntura, encargué a G que consiguiera de algún amigo suyo el favor de bailar conmigo. Sólo pudo arrastrar a P, quien en secreto parecía estar enamorado de él y no de mí, por más que insistiera en que sólo bailaba conmigo por si pillaba.
Por supuesto, M no se lo puso fácil, bufando constantemente, quejándose de sus torpezas, regalándome miradas repletas de telodijes que yo apenas conseguía ignorar. Por mi parte, tampoco podía negar la evidencia: mi compañero de baile era tímido, patizambo y soso; lo que conseguía acabar con mi (casi) inagotable paciencia y sacaba lo peor de mí.
A veces, en medio del desastre en que se había convertido nuestra preciosa coreografía, volvía a salir el sol cuando M y yo decidíamos hacerles una demostración de cómo se bailaba. Entonces, quedaba patente que nuestros cuerpos se entendían a la perfección, que nuestros brazos, pechos, caderas y piernas se correspondían en sus movimientos como sólo pueden hacerlo dos cuerpos de mujer. Hasta para nuestros dos compañeros era patente que nuestra pareja de baile era completa, perfecta, más que suficiente en su hermosa unidad.
Finalmente, tanto ellos como nosotras terminamos por cansarnos. Ellos, porque el baile les aburría, porque no habían conseguido de nosotras más que una colección de improperios, y porque el resto de compañeros pronto empezaron a murmurar. Nosotras, porque a pesar de las evidencias, a pesar del trabajo y de los grandes momentos que habíamos compartido, no podíamos dejar se sentir que entre nuestros cuerpos y nuestra creación se interponía un nosequé inadecuado, prohibido, marginal.
Tuvieron que pasar muchos años para que yo pudiera comprender el inmenso regalo que es aprender a disfrutar con la unión de dos cuerpos de mujer. Tuvieron que pasar muchos años para que mi mente obtusa se abriera a la evidencia, una evidencia que yo conocía desde pequeña: que dos mujeres juntas son capaces de explorarse, buscarse, encontrarse y entregarse mutuamente en un baile de intimidad, deseo y placer. Porque dos mujeres juntas son una pareja completa, perfecta y suficiente, en todos los sentidos.
Por fortuna, hoy lo sé.
Y estoy encantada de haberlo descubierto.