TÍA LUISA. UNA ANÉCDOTA DE INFANCIA
«Debo una disculpa al alma de tía Luisa».

Sin título, Ofelia Gronlier Lamar, acuarela.
https://www.elcopoylarueca.com/wp-content/uploads/tia-luisa.mp3TÍA LUISA. UNA ANÉCDOTA DE INFANCIA
—¿Es usted la compañera Lamar? —preguntó alguien al otro lado del auricular.
—Sí, soy yo. ¿Quién lo pregunta?
—La policía. Necesitamos que se presente, inmediatamente, en el piso de su hermana Luisa.
—Pero…, ¿le ha sucedido algo a Luisa?
—Un infarto masivo. Tiene que venir a identificar el cuerpo.
—¡Ofelia, tengo que irme!
(Portazo).
***
La anécdota que cuento es vivencia recreada por la imaginación, guardiana noble de lo que ha sido. Es vivencia que, en su lucha contra lo dogmático, altera secuencias y rellena olvidos. Lo ocurrido se alojó en mi memoria siendo yo una niña. Por aquel entonces, lo que narraré a continuación lo consideré una justa victoria; pero los años me han enseñado a ver más allá de unos bombones que sobrevivieron a la huida de Fulgencio Batista.
La caja de los bombones, una enorme pajarera, donde avecillas cubanas componían cantos de presidiarios, unas paredes blanquísimas, que resaltaban el suelo ajedrezado y una limpieza obsesiva, y la criselefantina, de esmalte vivaz, bailando sobre las puntas de sus pies, es lo que recuerdo de la casa de la elegante y distante tía Luisa, siempre vestida y peinada como las figuras de las revistas antiguas que mi abuela conservaba.
Debo informar que estamos en el Vedado de los años setenta, en La Habana de la libreta de abastecimientos, de las colas infinitas para «resolver» lo más básico, del carrito del helado que al momento de anunciarse ya se quedaba sin ellos, de los tres juguetes al año, de los ventiladores inútiles por culpa de los cotidianos apagones, de las guaguas atiborradas de vidas desesperadas, de las playas que sólo brindaban al cubano el durofrío y el tamalito de venta ilegal —no había un quiosco que garantizara agua fresca o comida en moneda nacional—. Hay que situarse porque lo que parece una anécdota sin trascendencia, que describe a dos niñas malcriadas y a una anciana egoísta, no lo es.
Tía Luisa no quiso abandonar su país cuando varios miembros de la familia marcharon al exilio. Luisa pensaba que la Revolución tenía patitas cortas y que se ahogaría en su propia charca. Luisa, que era criatura de costumbres, se equivocó.
Los años pasaron, marchitando todo aquello que ella adoraba. Cuando Luisa comprendió que era imposible modificar su destino —ya no había visados para Miami— es cuando la cajita de bombones, que le regalaron el 31 de diciembre de 1959 y que nunca probó, tomó protagonismo.
La rutina era irritante, pues cada vez que la visitábamos sacaba los chocolates para que nosotras, las niñas que desconocíamos el sabor del cacao en tierra que lo pare, pudiéramos, a través del olfato, deleitar a la imaginación. Ponía la caja en nuestras manos y decía: «Oler, pero sin comer». Tengo que decir que, gracias a que estaban envueltos en papelitos brillantes, también podíamos tocarlos con suavidad.
Un día, estando de visita en su casa, sucedió algo que cambió para siempre su vida y la mía. Estábamos sentadas en el salón cuando apareció con los chocolates. Primero me los dio a mí, y yo los olí y soñé que los saboreaba. ¡Oh…!, pero cuando se los pasé a mi prima… ¡pobres chocolatinas!: Luisa no paraba de gritar, los canarios, inquietos, saltaban de un lado a otro en su cárcel de alambres y la niña, cual diosa reivindicativa, pisaba y pisaba los bombones hasta dejarlos como queda lo que agoniza.
Nunca más volvimos a casa de tía Luisa. Durante muchos años viví orgullosa de aquel acto, porque, para mí, era la confirmación absoluta de nuestra primera conquista. ¡Era la liberación de lo que entendíamos por tiranía!
Pero al madurar descubrí que el mundo es un laberinto y no un caminito seguro y recto. Crecí y comprendí que aquella cajita de bombones, que aún permanece en mi memoria y que sembró una victoria sobre la pena de una persona desvalida, poseía un significado oculto: el objeto conectaba a Luisa con su pasado. Era símbolo de lo añorado y no un rasgo de su carácter. La hermosa cajita de latón, con sus bombones intactos, para la tía Luisa era la evocación de una vida que latía más allá del rosario de incomodidades impuesto por el castrismo. Y era su forma de advertirnos que, volando sobre la isla triste, había otros destinos.


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