Tic Tac

Publicado el 22 mayo 2018 por El Perro Patricia Lohin @elperro1970
Romy Schneider and Alain Delon at home in tancrou in 1959 • Michel Brodsky

Es lunes y me despierto con el recuerdo de haber leído por ahí que a José Saramago le molestaba el ruido de los relojes. El escritor encontró una solución que derrite a cualquier escéptico del romanticismo: paró los relojes a las 16:00 hs, momento en el que vió por primera vez a la que sería su compañera por el resto de su vida:

“Es la hora en que Pilar y yo nos dimos cita por primera vez. Pilar es el centro de mi vida desde que la conocí hace 17 años. Fue idea mía parar los relojes de esta casa a las cuatro de la tarde. Eso no significa que el tiempo se haya quedado ahí, sino que es como si el reloj marcara la hora en la que el mundo empezó.”  – Entrevista Rosa Miriam Elizalde, 2003.

Escribe  Antoine de Saint-Exupéry en “El Principito”:

“Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, a partir de las tres empezaré a ser feliz. A medida que se acerque la hora me sentiré más feliz. Y a las cuatro, me agitaré y me inquietaré; ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes en cualquier momento, no sabré nunca a qué hora vestirme el corazón… Los ritos son necesarios.”

Pero… hay horas que se desconocen, hay certezas que no sabemos si existen, o cuándo estarán por llegar, si es que llegan. Queremos adivinarlas, conquistarlas, hacer predicciones, tener premoniciones… pero el tiempo y la realidad escapan a todo eso. Hay ritos que nunca tendremos, porque simplemente desconocemos cuál será la hora en que vestiremos el corazón.  Habrá que saltar y vestirse con lo primero que encontremos a mano.

Lunes 19 hs.

Decido conquistar la calle y hacer las dos cuadras que me separan de la relojería. En mi mano llevo una pila redondita con una numeración que la identifica: CR2032.

Entro en la relojería. Una mujer atiende a un señor que está preocupado porque su despertador no suena. Me detengo a observar la pieza arqueológica en cuestión: un elemento de tortura plateado con dos campanitas arriba, cuerda, tic tac y un estruendoso sonido de alarma que levantaría  hasta a Tutankamón.

El análisis y consecuente diagnóstico del aparatejo llevó como unos diez minutos detrás del mostrador y otros cinco detrás de bastidores.

En toda esa enormidad de tiempo recordé momentos en que el tic-tac de un reloj fue mi tortura personal para conciliar el sueño. ¿Será ese sonido insistente, repetitivo y hasta traumático? ¿O será que escuchar la materialización del tiempo mediante un sonido nos pone en la situación desesperante de tener que aceptar que discurre sin poder evitarlo?

Viajé por un instante a la casa de mis abuelos, en donde el reloj de la cocina daba unas estruendosas campanadas que se distribuían discrepantes por toda la extensión de la casa tipo chorizo. La peor hora: las doce. Nada de Cenicienta, zapatos de cristal o carrozas.

Recordé también haberme quedado a dormir fuera de mi casa y raptar sin testigos oculares los relojes de cuerda y cualquier otro reproductor de tic tac para meterlos en la heladera.

Mientras… en la relojería el misterio estaba resuelto: se llegó a la conclusión de que la alarma del reloj no sonaba porque las agujas se tocaban en una de las pasadas en las que coincidían; quebrando así las leyes del tiempo, de la física, del espacio, de la vida. De pronto era como si hubiera escuchado que las vías del tren se juntaban en algún lugar. ¡Eureka!

Aunque –ahora lo sé- de haber ocurrido eso, seguramente hubieran llamado a algún especialista para corregir tal aberración.

Sí señores. Hay gente que necesita ser despertada por las mañanas con el sonido de un batallón que ataca desde la mesa de luz y que puede ocasionar un paro cardíaco al más apacible de los mortales.

Yo prefiero alguna melodía familiar, y el aroma dulce de la esperanza, esa que susurra que un día cualquiera y a una hora insospechada las agujas del reloj se clavarán para siempre a una hora determinada.

Patricia Lohin

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