Siempre me ocupó procurar el conocimiento de ciertos conceptos sobre los que el mundo parece transitar sin averiguar de dónde provienen. Uno de ellos es el tiempo.
Todos hablamos con una frecuencia notable acerca de sucesos relacionados con el tiempo, vinculándolos con algo que surge más de un reloj o un calendario que del propio concepto de tiempo.
A estas alturas, no me cabe duda de que el tiempo surge de la interacción entre la energía y la masa, a través de fuerzas que nacen en la primera para afectar a la segunda provocando cambios (los griegos las llamarían "aceleraciones", dicen). Cuando algo cambia, es inevitable para nuestro raciocinio relacionar las situaciones como un "transcurso de tiempo", es decir, un antes y un después.
Todas las teorías físicas que han estudiado hasta hoy los fenómenos permiten clasificar los eventos como "pasados" o "futuros", reconociendo que hay algunos que son quizá permanentes, ni pasados ni futuros. Pero no todos aceptan este análisis. Es que en medio de la sucesión de eventos que aparece como contínua hay un inapresable "presente" que actúa como límite entre lo que ya fue y lo que será. Y eso confunde al más claro pensador, pues posibilita considerar que hay sucesos "simultáneos" que duran instantes aunque a veces pretendamos vincularlos con los que acaban de pasar y con los muy próximos a venir. Entonces nos tomamos el atrevimiento de llamar "hoy" a una enorme cantidad de sucesos recientes y por venir que empacamos en una única valija a la que consideramos "el presente".
Y retornando a los físicos que tratan esforzadamente de explicar lo que quizá no tenga explicación, el problema del tiempo tampoco ha logrado unificar esa apreciación del concepto "tiempo" ya que para un clásico hay sucesos simultáneos pero para un relativista hay sucesos que son causas de un efecto, pero también hay los que no son ni lo uno ni lo otro.
Tenemos un reloj interno que marca el paso del tiempo con los latidos de nuestro corazón. Pero tiene un inconveniente: no mantiene un ritmo, ya que unas veces se lentifica y otras se acelera. Entonces, intentando medir el paso de ese escurridizo tiempo, nos desesperamos y elevamos los ojos al cielo buscando una respuesta a nuestra ansiedad. Y allí la encontramos, hace quizá unos 8.000 años, cuando prestamos atención a un par de elementos astronómicos que estaban allí desde mucho tiempo antes y que se muestran como si fuesen a seguir estando mucho tiempo más.
Los cambios del Sol y de la Luna se convirtieron en indicios confiables de que el tiempo transcurría con un ritmo mensurable y repetitivo, suficiente como para calmar nuestra ansiedad por saber que existía algo que avanzaba y avanzaba sin cesar, marcándonos ese pasado, ese presente y ese futuro de los que buscábamos tener alguna precisión. Allá por el mesolítico ya construyeron los seres humanos lo que parece ser el primer calendario de piedra en un lugar de la actual Escocia. Siguieron luego midiendo el tiempo, usando la Luna y el Sol como referentes.
Había ciclos mayores de unos trescientos sesenta pasos a los que designamos "años", con ciclos internos menores que llamamos "meses", y con otros más breves denominados "días". Dentro de cada día aparecerían las "horas", los "minutos" y los "segundos".
Ya había sobre qué discutir. Los dioses nos habían provisto de un gigantesco reloj del que solamente había que descubrir sus características. Que si los meses eran diez o eran doce, Que si cada mes tenía veintiocho, treinta o treinta y un días. Que si un año tenía trescientos sesenta días o tal vez algunos más o algunos menos.
Por supuesto, el factor humano siempre afectó la validez científica de las decisiones. "Julio César añadió un día a julio, mes de su nacimiento, para engrandecerse. Augusto hizo lo mismo con agosto, pues él no iba a ser menos que su antecesor. Ambos días fueron retirados de febrero, que pasó a tener 28. Ante la disminución de este mes con respecto a los otros, el día añadido de los años bisiestos se le concedió a él." (Wikipedia).
Estaba también la cuestión de las "estaciones", su comienzo y su final, que obligaba a recalibrar los relojes.
Hoy tenemos una forma de medir el tiempo que se desfasa aproximadamente 3 días cada 10.000 años, lo que no suele preocuparnos demasiado a los simples mortales. En realidad, "por tres días locos que vamos a vivir"...
- Madre. ¿Mejoraremos alguna vez nuestra forma de medir el tiempo?
- No te apures, hijo. Tiempo al tiempo.
Daniel Aníbal Galatro
12 de Agosto de 2013
Esquel - Chubut - Argentina
danielgalatro@gmail.com
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