Buena presencia, rubio, con alguna cana encubierta, cabello ondulado.
Su hija, de diecisiete años, estudia. Comparte piso con un grupo de amigas en otra ciudad. Otra ciudad lejos de ésta: hubo un tiempo, cuando las industrias griseaban el cielo con sus chimeneas aceleradas, en que el dinero corría por las calles; hoy no corren ni las ratas.
Su hijo, de veinte años, trapichea. Vive con una chica en el piso de ella, con el sueldo de ella.
Jacinto no trabaja. Más bien, trabaja en lo que puede, en algunos programas del Inem, ayudando a los de las mudanzas, repartiendo folletos... Pasa las horas muertas en un bar, donde también come por un precio de caridad. Su único contacto verdadero con semejantes. La dueña, en un tiempo (en el tiempo de la belleza arrogante y vacía) despreciada por él, no tiene corazón para impedirle la entrada.
Aire algo chuleta, aunque tímido, de hablar trémulo. La vestimenta vieja, muy vieja; calza unas wambas del tiempo de Wamba.
Lee el papel del paro con mucha dificultad. Dice que tiene mala vista y necesita las gafas que se le han olvidado. En realidad, casi no sabe leer.
«Ojalá entre a trabajar en esto. Pero no sé. Es que nunca me toca». No hay resentimiento; ni siquiera resignación. Nada. No hay nada.
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