Tienda de muebles

Parapetados tras los cristales descansan expuestos la silla de época, el espejo de marco sinuoso y el dormitorio rústico sugerente. El suelo se esconde bajo alfombras de pelo hirsuto por las que caminar se hace agreste. El centro al que se encamina todo es esa mesa de madera aceitunada, ideal para una cocina grande de una casa grande en un pueblo pequeño donde poder desayunar cada mañana con tus hijos frente a una ventana por la que no se ve apenas vida. Y la vitrina añeja de enfrente parece sonreír como la vieja que sabe por ser vieja y que advierte… siempre hay un movimiento que activa la señal de aviso: música que dice dinero, dinero que es madera, madera para que repose el polvo, residuo menudo que cae como indicador del tiempo sobre lo muerto hasta que por cualquier movimiento se levanta en el aire como un fantasma malencarado. Miedo. Miedo al tiempo. Al tiempo que da cobijo porque también es espacio como la memoria también es morada. ¿De qué miedo, entonces? La melodía tonta brota de la nada de forma lenta, sin fuerza, casi moribunda, como algo espeso que cuece y cuece eternamente con la sensación de que ni siquiera un siglo podría hacer que estallara, que detonara. Que hirviera por fin algún día. Ornamento. Los pasos se acercan cantando un credo: dinero, dinero, madera, polvo. El interiorismo es esa bicicleta que está apoyada en la pared como un andamio por el que nunca resbalará el viento.