No dejará de sorprenderme nunca el poder que ejerce sobrenosotros el cine y la televisión. Podemos llevar una vida entera oyendo hablarde un acontecimiento o un personaje sin prestar la más mínima atención a lo quenos cuentan, poniendo el oído justito y necesario para aprobar, si se trata deun tema evaluable en nuestra vida académica, o para seguir por encima laconversación del pesado que nos toca de acompañante de mesa en la boda delprimo de una prima a la que nos vimos obligados a asistir.Pero un día, sin esperarlo, llega un director de cineamericano, de esos que son capaces, comoel rey Midas, de convertir en oro lo que tocan y se despierta en el mundomundial la fascinación por la mezcla de verdad y leyenda que él nos presenta.Me da a mí que algo así es lo que está pasando con elnaufragio del Titanic. Es como si se hubiera puesto de moda y hubiera quesacarle rédito a la fuerza al hecho de que se cumplan ahora cien años de quesucediera aquella terrible tragedia.Desde que en 1985 Robert Ballard se enfrascó en la aventuramillonaria de buscar el lugar donde reposan los restos, han sido muchos los quese han ido sumando al tema; algunos con rigor histórico y otros más bienenganchados a la posibilidad de lucrarse o buscando con calzador una historiade transfondo con la que poder justificar su creencia en las conspiraciones oen los misterios insondables, como nos demostró el domingo el amigo IkerJiménez.Si a esta bola que iba creciendo con la inclinación de lapendiente del éxito, le sumamos un toque romántico y los ojos azules deLeonardo DiCaprio, el cebo está echado y el éxito servido.Pero lo que la mayoría de las personas posiblemente no sabenes que por desgracia, el Titanic no es un hito aislado en la historia mundialde los naufragios y que, dejando a un lado el puntito de glamour que conllevala historia contada por un guionista de cine, son miles los barcos que el marha devorado, algunos de ellos con un resultado muchísimo mayor en el macabroconteo de víctimas : por ejemplo el Wilhelm Gustloff, trasatlántico alemán queevacuaba civiles durante la Segunda GuerraMundial y que fue destruido por un submarino soviético, dejando sin vida a9.343 (sí, lo he escrito bien, 9.343) hombres, mujeres y niños. Bajar al fondo del mar y encontrar un pecio es unaexperiencia única. Entender el sufrimiento y la tragedia que debieron vivir lasvíctimas que reposan en ese cementerio acuático es un deber que no puede,nunca, convertirse en un circo. Por eso no me gustan esas ideas rocambolescasde fantasmas y conspiraciones. No me hace gracia que un ricachón de tantosflete un barco para buscar psicofonías en el lugar del siniestro y que más deuno y más de dos utilicen el marco de la desgracia humana para forrarsesubastando recuerdos.Esta segunda vez sé que yo no voy a ser capaz de ver denuevo a DiCaprio enamorar perdidamente a Rose en ese escenario 3D con el queparece que vamos a salir mojados del cine. Estoy segura de que no voy a poder ser de nuevo testigo mudodel clasismo más atroz y la estupidez más absoluta que soñó con ser indestructible,ni voy a intentar comprender de nuevo a aquella gente arrogante que cometieronel atrevimiento de querer ganar al mar. Ni siquiera el cine va a mitigar nunca misensación de horror y de tristeza.15 de abril de 1912. Descanse en paz