Una sala repleta recibió con alegría y aplausos al titiritero. El calor de las palmas llegó hasta el escenario. El hombre agradeció inclinándose ante la platea. Luego, comenzó el espectáculo.
Uno a uno, fueron salieron a escena los títeres de un viejo maletín de cuero. Y como por arte de magia, cobraron vida, con movimientos y voces, haciendo reír e incluso llorar.
Las tablas de madera se transformaron en castillo, en selva, en espacio exterior. Luego en montañas, ciudad antigua y hasta catedral. El aire se vio envuelto en música, risas y un alboroto de felicidad, casi un murmullo de palabras aprobatorias, comentarios silenciosos y gestos cómplices.
A lo largo de una hora, la vida de cada espectador se alegró. Y cuando el telón rojo cayó, todos de pie aplaudieron a rabiar, esperando el momento cúlmine, en el que titiritero y títeres dieron un paso al frente, para agradecer el cumplido.
El teatro quedó vacío. La oscuridad se hizo eco en cada rincón. Los títeres guardaron entonces al titiritero en un gran cajón y a la luz de unas pocas velas, emprendieron la tarea ardua y cotidiana de remendarse para la próxima función.