Antes de que llegase a su altura, la blandió cual espada delante de mi cara. Pude adivinar en su sonrisa y en el brillo de sus ojos que estaba feliz. Un Toblerone. ¿Las conocéis? Son unas chocolatinas que están riquísimas. Hacía mucho tiempo que no me comía una. La dieta perpetua, ese sentimiento de mala conciencia cuando te comes un pastel, esa sensación de que los años son incompatibles con el paladar... Un Toblerone.
Al principio de conocernos, le conté un recuerdo de mi niñez. Él había hablado de su mujer y yo no tenía intención alguna de hablar de mi marido. Así que, sin más, decidí contar algo personal, que si bien era importante para mí, pertenecía a mi niñez y no a mi presente.
Los sábados de cine con mis padres y mi hermano en el Zafiro, una sala de barrio donde había programa doble y no importaba si entrabas a media película, porque luego, acabada la siguiente, te quedabas al principio. Compartí con él el recuerdo del señor de la cesta de mimbre, que pasaba por el pasillo durante el descanso, entre película y película, anunciando el rico bombón helado, las patatas fritas y las chocolatinas Toblerone. Me encantaba comerme una al comenzar la siguiente película. La saboreaba con deleite, intentando retener ese dulzor el mayor tiempo posible en mi boca. Se deshacía despacito y yo pensaba -añadí cuando le conté- que era porque trataba aquella chocolatina con delicadeza, como si no fuera un dulce, sino como el más rico manjar. En realidad, aclaré, Toblerone solo comía en el cine y al cine íbamos más bien poco. Así que, supongo que era en verdad eso para mí, delicatessen.
Sonrío tras mi relato y lo completó con algo de su cosecha que me hizo reír a carcajadas.
-De ahí te viene el deleitarte con los dulces... Te imaginabas que era un Toblerone.
-Eres bastante bobo.
-Me lo dicen todas.
-Pero todas no se comieron una chocolatina así, ni de niñas, ni a mi edad.
-Ciertamente...
Y ahí estaba él, con la chocolatina en la mano, en pleno mes de julio y una sonrisa triunfal. La metimos en el minibar del hotel y, una hora más tarde, cuando decidimos parar y reponer fuerzas, la saqué y la abrí. Como suponía, las letras se habían borrado al deshacerse el chocolate, pero su sabor permanecía intacto, tal y como lo recordaba. Partí un trozo y se lo metí en la boca, mientras mi porción se derretía rápidamente en la mía. Sonreí y decidí probar a qué sabía mi chocolatina favorita mezclada con el hombre al que más deseaba desde hacía un par de meses. Maravillosamente bien.
Y de ese modo, mientras el chocolate y su ser se fundían en mi boca, recordé la que era mi primera norma desde hacía mucho tiempo, sonreí y me repetí: "solo es sexo, solo es sexo...".