Desde antes de colgarle a Scalisi, la cabeza de Kovayashi ya había abandonado la conversación. Por un instante, una idea brilló cual fogonazo frente a sus ojos, una frase en un email, un detalle clave para los días que se avecinaban. Era un correo demasiado raro, al igual que todo lo que concernía al señor Scalisi, por lo que no le costó encontrarlo.
Como ya fuera dicho, Kovayashi sentía afecto por ese viejo solitario, cuyo cumpleaños número 80, el año anterior, lo animó a enviarle un obsequio muy especial: una escort a domicilio. Se llamaba Tamara y parecía muy puta. Arregló todo por la web, incluso el pago. Si salía bien, en algún momento lo haría para sí. Pero ese día, el condenado de Scalisi estaba particularmente chiflado, y la pobre tuvo suerte de poder escapar del departamento. Aunque Kovayashi no tardó en olvidar el asunto, conservó el email que ella le envió al día siguiente. El mensaje (editado) decía así:
>Señor [...] ayer iba todo bien con el viejito… la tenía
>dura como una roca… [...] pero empezó a ponerse
>raro y no es que no esté acostumbrada a que me
>pidan cosas… el hijo de mil puta en un momento
>saco un arma… una ballesta (no se si la conoce…
>yo si por un hermano) y la cargó… me pidio que
>le mirara… [...] entonces metio el miembro en la
>ballesta y disparo… no se si se la habra cortado
>pero salto sangre para todos lados… yo me asuste
>mucho, pero él se reía… [...] Asi que lo empuje al
>piso y sali corriendo asi a medio vestir como estaba…
>me cambie en el ascensor y por suerte el portero me
>abrio… [...] Le escribo para advertirle: si me lo vuelvo
>a cruzar, ahi mismo le hago matar [...]
A las 7:45 de la mañana, Kovayashi cruzó la calle a toda carrera. Tocar el 1ro ‘A’, subir los escalones de a dos y entrar al departamento de Scalisi formó parte del mismo envión. “Mi Dios, ¡qué mal olor, qué desorden!”, pensó Kovayashi al entrar, mientras contenía la respiración. Las ventanas estaban cerradas, y el aire era denso como si el viejo lo hubiera respirado miles de veces. En contraste, Scalisi, maravillado por la visita, le dio un cálido abrazo de bienvenida. “¡Eureka!”, pensó el doctor al ver la ballesta tirada en el piso, seguramente en el mismo lugar desde el episodio con la escort. Kovayashi rechazó con tacto el ofrecimiento del viejo. “No gracias, no suelo tocar las armas”, le mintió; había detectado manchas de sangre en la empuñadura, y le dio asco de sólo pensar su procedencia.
_ “En mis tiempos fui campeón de tiro con ballesta, doctor. Es un arma grandiosa, más potente que una pistola, silenciosa… Me encantaría que la probara.”
_ “Lo mío es más intelectual, Scalisi, pero tal vez usted quiera hacerme una demostración abajo, en la calle, ¿se anima?”
Y no se habló más. Cinco minutos después, los dos hombres abandonaron el departamento. Por fortuna, la vereda estaba casi desierta, excepto por Jorgito, en la esquina con sus periódicos, y por un par de niñas con guardapolvo blanco que se detuvieron a mirarlos. El viejo les acarició la cabeza. Estaba exultante, motivado, se notaba en sus movimientos eléctricos. Sin embargo, la expresión en su rostro indicaba que se hallaba al borde de la demencia.
“Aquella”, dijo en voz baja a Kovayashi, sin dejar de mirar los hilos del teléfono. Tensó el alambre con la manivela, colocó la saeta en el canal, apuntó al cielo y apretó la palanca. La saeta atravesó limpiamente el pecho de la paloma, que cayó muerta al piso. Los niños huyeron horrorizados, al tiempo que Kovayashi, compungido, corrió a levantar el cadáver.
_ “¡Déme eso!” gritó Scalisi con sequedad.
_ “¿Para qué la quiere? Enterrémosla en mi jardín.”
_ “Ni lo sueñe… Si uno le quita bien las plumas -que tienen ácaros- y la hierve lo suficiente, es un pájaro riquísimo… sobre todo al horno, con rodajas de berejena.”
Kovayashi escapó rápidamente de allí, pero antes felicitó al viejo por su puntería, le metió la paloma en un bolsillo de la bata y le pidió que continuara alerta. Ya en su living, más relajado, supo que Scalisi sería la persona indicada y soltó una carcajada. Si bien sentía culpa por la palomita, muchísimo peor era imaginar que aún llevaba adherida en la piel la mugre del departamento del viejo. “Esto es lo que tendría que haber hecho Sir Douglas Reid”, pensó, y a las 8:10 de la mañana entró al baño para prodigarse una ducha inolvidable.
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