Todas las historias tienen un comienzo.
Supongo que la mía, además de ser la historia más rara que nadie te haya contado en tu vida, también lo tiene. He decidido contártela aunque sé que puede no importarte lo más mínimo, pero me veo en la tesitura de soltarlo o volverme loca. Y créeme, que si ya soy bastante intratable cuerda, no quiero ni imaginar quién sería capaz de aguantarme como una auténtica regadera.
Puedo decir que he comprobado que todos los actos que cometemos tienen sus consecuencias. Que de la misma forma en la que el aleteo de una mariposa puede provocar un tsunami en la otra parte del mundo, nuestras acciones, buenas o malas, acarrean consecuencias que, inevitablemente, volverán a nostros.
No es nada relacionado con las creencias religiosas, no es nada relacionado con la Teoría del Caos. Es la pura y más absoluta verdad que te han contado en tu vida, así que procura prestar atención: es cosa del Bien y el Mal, y su papel en el mundo en que vivimos.
Mis malas acciones volvieron a mí a la fuerza el día que conocí a Sombra. Ese fue el día en que todo comenzó, y fue como un enredo en el hilo de mi destino, como una gripe que duraba semanas, una espiral de la que no era capaz de salir, una pesadilla de la que no podía huir… Aunque lo intentara.
Y sí, a estas alturas ya no me puedo avergonzar al decir que antes de todo aquello era mala gente. Y justamente por eso, pasó lo que pasó.
Pero ya habrá tiempo de hablarte de mis pecados. De momento quédate con eso de que todas las historias tienen un principio, y permíteme un tópico: “Todo empezó cuando…”
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Para cuando leáis esto, yo ya me habré marchado.
Ya iba necesitando unos días, aunque sean pocos, para desconectar.
Igualmente, el milagro de bloggear en diferido, dejará que esta casa vuestra siga abierta.
Nos leemos, pronto, de nuevo en directo.