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mso-line-height-rule:exactly">Discutimos. Fue por algo sin importancia pero ella se lo tomó mal y se enfadó. Estábamos en la cocina y la comida ya estaba servida. No me miraba. No hablaba. Comía con desgana, en realidad parecía triste. Terminamos de comer. Ella se levantó y se fue. Recogí los platos y los puse en el lavavajillas. Permanecí en la cocina. Pensé que era lo mejor, ella necesitaba tiempo y yo también. No sabía cuánto tiempo. Al fin fui al salón. Estaba ella. Había puesto la televisión. Me quedé de pie con la esperanza de que me hablase pero no lo hacía. Me senté en el sillón dejando un espacio entre los dos.
En la televisión emitían un reportaje. Se veía a un hombre y a una mujer en un coche. Ella conducía, él dormía. Pararon en un supermercado. La mujer salió y el hombre siguió durmiendo. Las siguientes imágenes eran de una adolescente que se preparaba para un examen de ballet. Terminó el ensayo y se desplomó. La recogieron del suelo, se despertó y, al instante, volvió a caer profundamente dormida. El reportaje siguió con una mujer que vivía en una granja. Cenaba con su marido y una invitada, quizá una vecina o un familiar. Hablaban. El marido le preguntó algo a la mujer. Ella inició una respuesta y al hacerlo se le cerraron los ojos y su cara fue cayendo hasta el límite del plato lleno de comida. La invitada la miraba de reojo y se reía con una risa nerviosa, ahogada entre las manos. El hombre decía que a veces se sentía frustrado porque su mujer no podía apreciar la cena que él cocinaba. Gritó su nombre. Ella levantó la cara de la comida, cogió el tenedor, se lo llevó a la boca y, justo ahí, volvió a dormirse y su cara cayó de nuevo sobre el plato. La invitada se rió abiertamente. Una carcajada. El marido también lo hizo y yo no lo pude evitar. Mi mujer se levantó y yo dije: "Perdón, perdón" todavía riendo.
Me miró pero no supe interpretar su mirada. Le pregunté: “¿Quieres que te acompañe?”. No me dijo nada y salió. Continué viendo el reportaje. Ahora el hombre que antes se había quedado durmiendo en el aparcamiento del supermercado estaba en su trabajo en un taller mecánico y quien hablaba era su jefe. No presté atención a sus palabras. La siguiente en hablar fue la mujer del hombre, decía que él era muy irritable y que todo se debía a su enfermedad. También decía que nunca en su vida él había podido terminar de leer cualquier página de un libro. El reportaje saltó al examen de ballet. Entonces oí la puerta de casa cerrarse.
No me importó. Miento, sí me importó. Antes de enfadarse o quizá mientras se enfadaba me había dicho que por la tarde iría al cementerio. Iba una vez al mes desde la muerte de su madre hacía ya dos años. A mí me resultaba extraño pero lo respetaba. Al principio yo iba con ella. Fui dos o tres veces y luego dejé de ir. Recuerdo que ponía flores en el cenicero y se quedaba muy quieta y callada mirando la lápida. Ninguno de los dos era creyente, al menos yo no lo era. Pensaba en esto cuando la chica del ballet se caía dormida por tercera vez después del primer examen que, al parecer, le había salido bien.
Sin meditarlo mucho apagué la televisión, cogí una chaqueta y salí. Al cerrar la puerta supe que iría al cementerio. Ella se había llevado el coche así que decidí ir en autobús. En la parada comprobé que había una línea, la 14 A, que paraba cerca. El autobús tardaba. En la parada no había nadie más.
Tuve la sensación de ser invisible. Los autobuses pasaban y no paraban. Me fijé en sus números: pasó el 7, el 3 y el 12. Estaba a punto de desistir cuando vi que llegaba otro autobús. Era el 14 A. Paró. Se bajó una mujer y entré yo. Me senté detrás del conductor en un asiento de ventanilla.
Empecé a pensar en cómo abordarla una vez llegase al cementerio. Probé unas cuantas palabras y no me convenció ninguna. Lo dejé pasar. Estaba seguro que al verme ella me hablaría y podríamos aclarar las cosas. Me concentré en la ventanilla. Veía el tráfico escaso a esa hora temprana de la tarde y, cuando el autobús transitaba entre las sombras de los edificios, veía también en el reflejo del cristal la mitad de mi cara mirándome. Se me ocurrió comparar al autobús con un nicho y al hacerlo me acordé de las personas dormidas. Me acordé de la risa que provocaba su esfuerzo por llevar una vida imposible. Siempre había creído que estar dormido era estar en un lugar en el que se está verdaderamente solo. Duermen porque quieren estar solos, pensé, igual que si estuviesen muertos. El reflejo del cristal me miró y me sentí muy cansado. Cerré los ojos. Volví a pensar en mi mujer y me asaltó la duda acerca de si realmente había ido al cementerio. Podía haberme mentido o podía ser que esa tarde hubiese cambiado de opinión y hubiese ido a otro sitio o sólo a pasear.
El autobús estaba llegando. Me levanté y me preparé para salir. Conté a las personas que viajaban conmigo. Cinco. Las vi tranquilas, ensimismadas, dejándose llevar. Sus medios rostros me miraron. El autobús paró y sólo bajé yo.
Había que cruzar dos calles para llegar a la escalinata del cementerio y, por último, atravesar un pequeño parque sombrío cerrado por un muro. En medio del muro estaba la puerta. Me disponía a entrar cuando me di cuenta de que no sabía donde se encontraba exactamente el nicho. Consideré que corría el riesgo de perderme mientras lo buscaba. Un poco alejado de la puerta y pegado al muro vi un banco de piedra. Me senté a esperar. Si ella estaba allí la vería al salir.
El cementerio parecía vacío. Había un puesto de flores junto a la puerta pero, inexplicablemente, nadie lo atendía. Apoyé la espalda en el muro y me dio la sensación de que un abismo respiraba detrás de mí. Pensé en irme, volver al autobús, volver a casa y ver la televisión. Me pregunté si la bailarina habría aprobado los dos exámenes que le quedaban o se habría quedado dormida sin terminar las figuras que había ensayado. El banco de piedra y el muro me daban frío. Entonces la vi salir.
Tenía el rostro sereno, luminoso. Vestía una falda gris, medias negras y unos zapatos bajos. Me sorprendió que llevase un libro en la mano. La encontré atractiva y me alegré de que fuera mi mujer. Quise levantarme e ir hacia ella pero de pronto me dio vergüenza. Era como si la estuviese espiando y no me sentía con fuerzas para justificar mi presencia en aquel lugar. Ella no me vio. Subió las escaleras en dirección a la calle y cuando me levanté ya la había cruzado. Pensé que tal vez leyese en silencio ante el nicho o tal vez en voz alta. Algunas veces a mí también me leía cuentos y poemas. Le gustaba hacerlo y yo me dejaba envolver por su voz. Me senté de nuevo en el banco de piedra. Sentí más cerca de mí el abismo. Me quedé allí con la espalda pegada al muro, solo, invisible.
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margin-left:1.6in;margin-bottom:.0001pt;text-indent:.0in;line-height:20.0pt;
mso-line-height-rule:exactly">Ilustración: Nadia Kaabi Linke, Bethlehem Cemetery, 2008