Todos somos perlas

Publicado el 10 julio 2016 por Sara M. Bernard @saramber
Hundo la mano y escucho gustosa el sonido hipnótico del que se graban vídeos artificiales. Pero en directo. Con el crujido de la arena, recuerdo: una vez fabriqué una perla, producí una perla, como sólo saben hacerlo las ostras.
La hice en unas vacaciones de cuando existían las vacaciones de verano, que significan: mañana en la playa, almuerzo, tarde en la playa hasta el declive del sol, después la piscina, cena. A última hora, en un lateral del dedo gordo arrugado por el mar, en la mano, descubrí una herida pequeña en longitud y profunda en la dirección al hueso; rozarse con agresividad contra una roca del fondo acuático. Nada muy grave. Enguajarla bien para que no quedara arena dentro.
Cuatro días después, en otro atardecer que levantaba fresco, reviso complacida el rastro borrado en mi piel, imperceptible por la acción del yodo marino, del sol y el aire. Apenas se ve una línea y está todo bien, pero también una molestia al tacto cuando paso otro dedo por encima, un latigazo minúsculo que sube hasta las fibras nerviosas del hombro. La marca ha cicatrizado con un único grano de arena dentro; tendré que abrir.
La piel blanda por el último baño facilita la tarea, utilizo un objeto cortante para el rasguño nuevo sobre cicatriz. Aprieto. Y ante mi sorpresa no sale el grano de arena que esperaba, sino una bola minúscula y brillante.
Nácar diminuto que miro con la boca abierta, hipnotizada, todas las cosas  horribles o curiosas que pueden encontrarse hoy a la venta, y a ninguna empresa se le ha ocurrido aún comercializar perlas cultivadas en ser humano.