Salí de la estación de trenes de Barrancas con toda mi intención volcada hacia la literatura. Cerdas de paz habían arrastrado mis pensamientos recurrentes y ese día, después de decenas de otros colmados de obsesiones exhibicionistas, podía concentrarme en cualquier otra cosa que no fuera yo. Y cuando esas horas de calma sobrevenían, sabía, había que aprovechar lo que duraran.
Era tarde y hacía mucho frío, de ese frío que genera dolor. Leía algún cuento de Tolstói, o de Bolaño, aunque también creo que pudo haberse tratado de algún relato corto de Chéjov. Como sea, tengo el registro perpetuo –aunque las almas libres tiendan a tomar distancia del hasta la muerte, yo, que también me considero un espíritu aventurado, encuentro placer en conocer la cicatriz imborrable de ciertas voces, de ciertos pensamientos, de ciertos amores, ¡qué libertad sería posible sin cadenas!-: de entre las páginas de ese libro salió una reflexión como lengua de bronce endurecido, capaz de torcer los rieles abrazados a las ondas de una montaña. Del mismo modo, aquella idea viró el curso de mi destino. O no.
Decía algo así como que todas las personas pasamos por algún episodio que presenta al menos dos posibilidades, del que depende el resto de nuestra vida. Tólstoi o Bolaño o Chejov –aunque tal vez pudo haber sido un pasaje de alguna novela Márai- contaba la historia de una mujer que fue al mercado y que en el camino de vuelta a su casa, cargada con bolsas llenas de botellas y cartones de leche, se cruzó con una anciana que le pidió asilo. La mujer, absorta en su rutina y ausente de la más mínima compasión, ignoró a la anciana y el ímpetu de hacer siempre lo mismo la llevó sin pensamiento alguno hasta su casa. Cuando abrió la puerta, se encontró a un hombre esperándola, acodado a la mesa de su cocina. El hombre estaba ahí para cobrarle un préstamo que la mujer ya había pagado, sin pedir recibo a cambio. El hombre amenazó con sacarle la casa y quitarle del banco los pocos ahorros que la mujer tenía. Cuando el prestamista cruzó el umbral, la mujer, abatida, desanduvo las cuadras que la llevaban hasta el mercado y, antes de llegar, se encontró con la anciana que todavía estaba ahí. La mujer le pidió disculpas por la forma en que la había ignorado antes e invitó a la anciana a quedarse en su casa, advirtiéndole sobre la posibilidad de que en pocos días más ambas quedaran en la calle. La anciana aceptó y murió esa misma noche. A la mañana siguiente, la mujer encontró entre su ropa una inmensa fortuna.
La historia de Tólstoi o Bolaño o Chéjov o Márai (aunque pudo perfectamente haber sido también un pasaje de En busca del tiempo perdido, de Proust) seguía con una moraleja que en mí no perpetuó como lo hizo la idea de retroceder en el camino. Bajé del colectivo 64 al que me había subido para ir hasta Palermo, y volví hasta la estación. El tren estaba demorado y me senté a esperar. Abrí azarosamente el libro -que también pudo haberse tratado de los diarios de Cheever-, y caí en una línea que me asaltó un suspiro. Decía algo así como que tenemos la cerradura de la realidad pasada, la psicológica, y otra karmática, de la que sólo unos pocos se animan a conseguir la combinación.
Me apoyé contra la ventana de la puerta del tren y me dispuse a contemplar a la gente que iba quedando atrás a medida que avanzaba. Sentí una mano sobre mi hombro y sin girar para ver quién era -porque ya sabía quién era- susurré que estaba echando tinta sobre mi destino, más por escucharme decirlo que para que él lo supiera. Simplemente dijo hola. Vi su cara huesuda, sus ojos nacarados, y lo vi sostener en su mano un cigarrillo con filtro que no se consumía. Era mi abuelo Angel. La suerte está conmigo, pensé. Y como si tuviera la potestad de entrar en mí, dijo que la suerte era la única pieza de arte de ésta vida. Claro, le contesté, como las estrellas que se asoman a éste infierno. Algo así, replicó.Le conté que estaba leyendo a uno de mis autores preferidos (pensándolo bien también pudo haber sido una reflexión de Flaubert), que me había ayudado a entender todo lo que necesitaba. El abuelo me miró sin gesto y al cabo de unos segundos que me hicieron dudar de mí, me preguntó cómo era posible que ya lo supiera. Le contesté que no sabía por qué, pero que quería pedírselo y antes de que me respondiera, me incliné sobre mis rodillas y le supliqué: Abuelo, lleváme lejos de éste cuerpo, lejos de éste infierno. Lo descubrí, abuelo. Descubrí que no somos la raza superior por el hecho de razonar. Es justamente al revés, justamente ese es nuestro castigo, la recurrencia del lamento, el imponderable. Veo a los hombres con tridentes en sus corbatas, a las mujeres las veo prenderse fuego cruzando ríos, las veo caer, las veo explotar entre las luces de neón; veo la sonrisa de los carteles luminosos, las alas de los que revuelven la basura, el aura de los perros y los gatos y de todos los animales. Los escucho hablar, abuelo. ¿Sabés lo que es eso?, escucho hablar a los perros y a los hombres los escucho aullar. El llanto ahogó mi voz y entre mis sollozos, sus notas sonaron como una ópera antigua o inexistente: Yo ya te traje hasta acá, ahora te toca llevarme a vos. Me reí con fuerza, desde el ano, y le pregunté a dónde podía llevar a un muerto. Todos lo notarían, abuelo, me tratarían de loca. Pero el abuelo no le dio importancia a mis contemplaciones. Me detuve en sus manos que estaban igual de amarillas que como las recordaba; sus uñas eran duras, parecían de mármol. Con ellas acarició mi cara y, sin sonido, movió sus labios para contarme lo inevitable: Chiquita, te estaba esperando. La esperanza se transformó en tersura, sus brazos se encogieron y su cara empezó a perder la rigidez que le había aplastado la Guerra Civil Española. De a poco, sus surcos se tensaron y sus párpados se abrieron, achicando la distancia que los separaba. Mi abuelo ya no era un abuelo: era un bebé. Voló con la cola doblada hacia el cielo y recién cuando estuvimos completamente enmarcados en el gris frío de aquel invierno, vi a mi cuerpo viejo y culpable, tendido sobre las vías del tren.