Esta primavera tan extraña como traviesa ya casi se nos se va bostezando, y se arrastra melancólica entre los días de tormenta y las noches de sopor persistente, como para decirnos que llegó tarde, pero que quería hacernos un guiño antes de marcharse.
Sacamos por fin los
bañadores del armario y guardamos las pupilas detrás del espejo.
Dejamos los pétalos de la sakura y la flor del jazmín en el asfalto cubiertas de sueños para volver a soñar un verano, bañando los recuerdos cobijados bajo la inercia del tiempo, emprendiendo así de nuevo el camino del vaivén de las olas y su arena.
Como hace tiempo que ya no salgo en las fotos de familia, ni recorto ideas, ni me maquillo para encontrarme en mis cuadernos de viaje, tampoco me pongo a mirar por el retrovisor lo que ya fue. Me conformo con atesorar las ausencias, acurrucando palabras, frases, historias de lo observado y lo vivido, sabiendo que regresaré al despeñadero de lo conocido como volveré a mi exilio cotidiano.
Lo que más me gusta del transcurrir de las estaciones que siempre asocié a los ciclos de una vida, es la etapa del tránsito, la del abandono a un tal vez, a lo que ha de ser y será, o no, y la mimo como una mera espectadora que se asobina ante el miedo a un mañana empañado de tristezas que sabe que irá menguando entre el calor de unas sábanas por estrenar, o un tranvía a la Malvarrosa por el que cada mañana navegarán y naufragarán, acompasado a nuestra mirada, la solidaridad de otras miradas tristes, o las citas, que ilusionados, nos quedarán por envolver en papel de celofán.
El no haber sabido vivir la vida como un destierro voluntario, y el haberme negado a ser protagonista inclusive de mi propia película, me hace regresar a la guarida, con nubes de color rosáceo pero sin humedad en los huesos, aprendiendo que la rutina de las estaciones tiene el tinte descolorido de lo conocido, y que bajo su manto logramos sentirnos protegidos por una masa de recuerdos, que en un descuido, puede bañarnos con sus lágrimas de perlas, o bien abrazarnos a los brotes de las flores de un cerezo, o a los árboles que ya andan inquietos esperando su Otoño, o a ese beso tuyo, improvisado, que es mi serendipia.