La felicidad no existe.
Como un niño que hiciera pompas de jabón en el parque de una
gran ciudad, nuestros recuerdos de felicidad explotan en el mismo instante en
que topan con la realidad punzante. Pequeñas supernovas que detonan silenciosas
en el sentir, y pasan a formar parte de un álbum interno al que tan solo podemos
asomarnos de vez en cuando para recordar la calidez de sus explosiones.
Como aquella vez que cruzamos el paseo a lomos de nuestra
motocicleta de gran cilindraje, tú con tus zapatillas blancas, abrazada a un
pecho en el que no cabía nada más, o cuando te desnudaste después de una
mañana en aquella cala de piedras y el sol te había marcado el contorno de tu
bañador, o como cuando te traduje toda una canción de un grupo de moda y que
decía, con sus gritos incomprensibles, todo lo que yo no me atrevía a decirte,
o la vez que me senté junto al conductor de aquel autobús que me llevó por el
valle sagrado de los Incas, aquel caramelo que me regalaste con el café, o el
orgullo de explicarte nuestra historia mientras caminábamos de la mano por el
Fosar de les Moreres, cuando te vi llorar por primera vez ante la foto de
nuestro hijo, o tu cuerpo desnudo dentro de la ducha, jadeante y provocador
después de hacer el amor. La fuerza del final de una carrera, o la explosión de
gloria tras haber marcado un gol, tu rostro, perfecto, dulce, apoyado contra la
almohada, y tus ojos entornados, ensoñando la Toscana que se abre frente al
foco de nuestra moto y el Grand Canyon bajo nuestros pies. Un susurro con voz
de niño a media noche, un pensamiento lúcido, el agua de la cascada más alta del mundo cayendo sobre mi espalda, o la tarde en que nos dijeron que
habían enviado la novela a cinco grandes editoriales. La satisfacción de la rebeldía
con el aplauso ajeno, y las fresas que compartíamos en el parque. Santa Marta y
Venecia, de la mano por aquel callejón junto a la pizzería, o el paseo por los
cementerios de Oarkney Island.
Burbujas que explotan con solo nombrarlas, mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles, que cantara el poeta. Momentos tan breves en el tiempo
como eternos en el recuerdo. Satisfacciones que se graban en la tarjeta de
memoria de nuestra vida, postales que congelaron para siempre ese instante
único, preciso y perfecto antes de que se disolviera en el río ingente de insustancialidad
de que está hecha la vida.
Pobre del que no tenga una ventana a la que asomarse para
ver estos recuerdos antes de que el fogonazo de su explosión, o la estela que
dejaron al pasar, se los hubieran tragado.
Una ventana que abro y a la que me asomo a contemplar mis
momentos de felicidad, todos ellos alineados, grabados con similar fuerza del
cincel, pero desordenados y erráticos, pululantes por ese mundo que mantengo a
salvo tras los postigos cerrados con llave, y cuya única cerradura solo sé
abrir yo. Una ventana que se abre a veces para inundar los grises con colores,
como cuando una corriente de aire arrasa un despacho ordenado y obliga a horas
de trabajo rutinario hasta disponer de nuevo cada cosa en su sitio, pero sabiendo que el viento
se queda fuera, gritando, ululando con violencia contra los postigos hasta que
se calma, quizá porque desaparece o quizá porque sencillamente ha decidido ir a
soplar a otro lado. A veces la abro en la mañana, al despertar, y veo un mundo
incompleto al que le faltan muchas escenas, un desorden que necesitaría ser
guionado, pero que en realidad se siente cómodo en su anarquía, y tengo ganas
de seguir almacenando momentos, pequeñas verdades arrancadas de la amalgama de
mentira en que retozamos. A veces también comprendo que la mayoría de esos
momentos tienen un denominador común, y que no es otro que la libertad. Ni el
dinero, ni la época, ni la edad, ni el lugar, tan solo la compañía en muchos casos y la libertad de haberlos vivido en la mayoría de ellos.
Otras veces atisbo un segundo antes de acostarme, y sé que
he de cuidar la fragilidad de ese ecosistema porque cada ejemplar es único en
su especie, raro y precioso por peculiar y extinto. Comprendo que no he de
abrir demasiado porque corro el riesgo de que se escapen algunos de ellos, o de
que mi simple mirada los destruya con solo rozarlos. Aunque el mayor peligro no
es su destrucción, sino la mía, una realidad que me obliga a asegurarme para no
precipitarme al vacío en una caída sin fin, pues nada de lo que se percibe tras
los abanicos de la ventana es real, y la vida, pesada y densa como el material
atómico, atravesaría los recuerdos destruyéndolos a su paso, traspasándolos en
una caída infinita sin repisas a las que agarrarse, y de la que sería incapaz
de reponerme. Como un parásito perfecto que vive y posee un cuerpo sin llegar a
matarlo, sabedor de que el abuso sería la destrucción de ambos, ese mundo vive
en mi interior. Cantos de sirenas que me llevarían a destrozar el casco de la
misma nave que utilizo para cultivar y transportar su alimento
Quizá una de las grandes ventajas del universo que se
acurruca bajo el alféizar de mi ventana es que no es infinito, su solsticio de
invierno, que ha de coincidir con el mío, está marcado por el aliento del perro
que aborda más allá del último recuerdo, pero a pesar de su finitud, el espacio
que atesora es inmenso, más que mi propia vida, y permea con otros mundos como
si las paredes que lo acogen hubieran de ser porosas y elásticas, acomodándose
a los espacios que descansan, más o menos ahítos, bajo las repisas de las
ventanas de las otras vidas.