¿Dónde estabas, Claudio? Dónde estabas cuando salimos
del bar, y hacía frío, y alguien dijo que ya no habría
ningún sitio
-ya no queda ningún sitio para nadie-
y volvimos a la casa, rodeada de otras casas sin techo,
muros erectos contra nada, contra nadie
y que tardarían, sin embargo, mucho tiempo en caer
todavía.
Muros de adobe, muros de mierda como dijo Laura,
quien, por cierto, no quiso acostarse conmigo pero
accedió a enseñarme un pecho porque le dije
que yo era, después de todo, un hombre lisiado,
un demente,
una persona que sólo era feliz embriagado por la casuística,
un tipo que leía a Claudio Rodríguez poco,
que apenas pasó por la universidad
y un hombre, en suma, capaz de amar el adobe
con el mismo estupor que luego,
entonces,
mostraba frente a ese pecho blanco,
frío,
demasiado lorquiano para ser poético.
Demasiado hermoso para aquella tierra de Osma.