Todo día, por ley natural, tiene su periplo que hay que hacer a través del medio y la forma de las que dispongamos a nuestro alcance. Hay una marea y una línea de flotación sobre la que, invariablemente, hacemos gala de nuestro mínimo equilibrio como el funambulista que todos somos. Se oye a menudo -entre silencios y gritos- ese eco brillante y agudo de las tardes de la niñez en verano: “eh, papá, papá… mira lo que hago, ¿me ves?”. Y pese a la deformación que el tiempo le inculca a todo lo que ya no será, sí podemos afirmar que no hay en ello ni egolatría, ni narcicismo. Ni tan siquiera exhibicionismo. Diálogo tal vez. O sólo eso y no más que comunicación, ése vínculo vigoroso con el que nacemos y que poco a poco se va deteriorando ante nuestros propios ojos como un aparato circulatorio o una tubería cuya sección va disminuyendo poco a poco. Cada vez más sucia. Cada vez más estrecha. Hasta no ser conducto. Hasta la inutilidad. Porque así es como discurre la traslación en el tiempo. No perdiendo de vista nunca a la casualidad, hacia atrás siempre y con la esperanza del que no espera nada.