Revista Literatura
Treinta turistas japoneses
Publicado el 13 agosto 2024 por NinocactusSonaban las doce campanadas del mediodía cuando escuché el timbre de casa. Me encontraba trabajando en pijama con el ordenador. Todavía me quedaban por responder dieciocho mails y odiaba las interrupciones. Con cierto fastidio, me levanté y me dirigí a abrir la puerta. En el rellano, y ocupando parte de las escaleras por falta de espacio, había treinta turistas japoneses y un guía con un paraguas amarillo. Pensé que era algún tipo de broma y busqué la cámara oculta. Podría haber sido cualquiera de las veintisiete Nikon que me apuntaban a la cara. —Señor Martín, ¿habrá recibido el correo que le avisaba de nuestra visita? Una negación habría supuesto faltar a la verdad. Como no sabía qué contestar, me limité a sonreír. Obtuve veinte sonrisas de vuelta (no lograba visualizar todos los rostros). Al parecer, lo tomaron como una respuesta afirmativa y fueron pasando uno a uno, haciendo una reverencia de cortesía. Bastante desconcertado, decidí unirme al tour por mi propia casa. Para mi sorpresa, había sido el lugar de residencia de un poeta poco valorado en España, pero muy reconocido en el país nipón. En el cuarto donde guardaba la tabla de planchar, y sobre la que podían verse tres pantalones, siete camisas y cuatro calzoncillos, habían visto la luz cinco de sus mejores poemarios. No recuerdo ni el motivo ni el momento, quizás llevado por la sorpresa o por intentar quedar como un buen anfitrión, decidí preguntar si alguien deseaba tomar algo. Error. Dos minutos después, me encontraba en la cocina preparando veintiún tés, nueve zumos de naranja y seis tostadas con tomate. Como me encontraba algo nervioso, apareció mi faceta verborreica y comencé a hablarles de las catorce plantas que tenía en casa. Todas eran esquejes de alguna otra y, por tanto, todas poseían su propia historia y estaban vinculadas con alguna persona importante para mí. Aquello los conmovió y empezaron a fotografiar el pequeño ecosistema vegetal de mi apartamento. Cuando los treinta turistas, con su guía, se despidieron afectuosamente y salieron por la puerta, me pellizqué el brazo varias veces. Para la hora de cenar, ya me había autoconvencido de que nada de lo ocurrido había sido real. Y así se habría quedado el asunto si veinticinco días después no hubiesen comenzado a llegar a mi dirección esquejes procedentes de Japón, todos ellos con su historia particular.