No abriría los ojos.No. No los abriría.No quería sentir la fría luz sobre su cama. No permitiría que el reflejo verde la invadiera.Con los ojos cerrados, veía el mar azul en el paseo de San Telmo. El sol limpiaba la blanca pared de su terraza, mientras el aire fresco de El Puerto acariciaba su piel, con olor a geranio y a canela.El dolor la hizo volver. Pero no abriría los ojos, no. Había evitado ese lugar durante noventa y seis maravillosos años. No podía verse así, en una cama que no era su cama, en ese aséptico cuarto que no era su casa.Y fue entonces, entre su ira oscura, cuando la sintió: una caricia en su mano, suave, cálida, cariñosa. ¿Cuál de ellos sería? Cinco hijos y sus esposos, ya sus hijos también, nueve nietos,que se habían hecho dieciocho, y sus ocho queridísimos biznietos... Abrió los ojos.¿Quién estaba ahí? No veía bien.—¿Quién eres? —preguntó.—Somos todos, abuela —oyó, y lo sintió fuerte en su mano—, todos.La ira había desaparecido. Cerró lentamente los ojos, y una tímida sonrisa venció al miedo y al dolor. Oía el mar en El Puerto y las risas de sus niños bañándose en el espolón del muelle... guardó la caricia en su corazón, mientras sentía que su alma se dividía en treinta y tres partes que volaban para instalarse en los que se quedaban, alojándose en lo mas profundo, donde las lágrimas no pudieran alcanzar.Texto: Teresa Giráldez