La delgada línea blanca delimita su área. Hasta ahí puede llegar. Ni un paso más. Al cerrar los ojos el bullicio la asedia con mayor intensidad. Voces de hombres y mujeres cruzando barreras idiomáticas, palabras que no comprende pero que suenan dulcemente en sus oídos. Aquel es el paraíso, la antesala a una maravilla.
Tras las voces, otros sonidos. El vendedor de diarios en su puesto, ofreciendo los titulares del día. Las valijas con rueditas marcando el paso apresurado de sus dueños. El chirriar de los frenos de las grandes maquinarias, el pitido de los coches a punto de partir. Un océano vívido de sensaciones que al cerrar los ojos impregna su espíritu. Universo único de la estación, de aquel andén en particular, de esa constelación de almas que coinciden con el mismo objetivo.
Una voz femenina con cierto eco metálico, anuncia a viva voz que el tren a París está pronto a partir. El bullicio se intensifica y puede sentir como pasan a su lado, la empujan, tratando de ganar el andén y aproximarse a los vagones que aguardan la partida. Un escozor recorre su cuerpo, que tiembla mientras las lágrimas la hacen sucumbir a su encanto. Quiere llorar pero se reprime. Sabe lo que sigue a continuación.
Abre los ojos y la línea blanca está allí, cercando su habitación, esas paredes blancas acolchadas, esa cama poco mullida en un rincón y una puerta más allá que no puede atravesar.
Y la vía de escape se esfuma, como un sueño, entre sollozos que no tienen libertad.