Benicio llega al río de madrugada, el día asoma radiante, la débil humedad del aire vuelve glorioso al sol que no podía -en ese frescor- temerse, mas tarde si, el suelo gredoso arderá y el sol será un enemigo odiado.El indio se acerca y mientras sus ojos legañosos se espabilan de las nubes del alcohol farfulla en una lengua olvidada palabras cariñosas hacia el espíritu superior que es dueño del río así como hacia los peces, los yacares, los pájaros y las culebras que lo pueblan.Frente a él, allí donde èl ve la vida aun bullir y ofrecerse se extiende el lecho muerto, gredoso, resquebrajándose bajo el sol, el seco cadáver del Bermejo.Benicio continúa saludando a un río que solo vive en su memoria y en la de su pueblo, sin levantar los ojos y ayudándose con un machete escarba el suelo eligiendo un lugar al azar, lo abandona cuando empieza a emerger la osamenta de un yacare, temeroso se aleja unos metros y respetando el descanso del animal hermano continúa su azarosa busca.Ha llegado el mediodía cuando se aleja -mas apremiado por el hambre que por el calor- llevando en su morral una bola de metal envilecida por los siglos, ultima riqueza que ofrenda el río al toba respetando hasta el final el pacto inmemorial.
Lope, se levanto ese día afiebrado por el sol que ampolla su piel allí donde la protege la armadura así como la maldice en las zonas descubiertas y grita desaforado: -¡maldito sea el rey, maldito sean los indios infieles y maldito sea esta expedición de malditos!-.Sus hombres lo aplauden alegre y violentamente, reconocen alguna virtud en esa original costumbre de su Señor aquí en esta tierra donde no hay ni siquiera gallos (y si los hubiese ya estarían nadando en una olla). Continúan la marcha en la balsa en medio de la neblina de insectos que atacan sistemáticamente a los hombres y bestias de la balsa, las bendiciones y las maldiciones no los alejaron. Ni siquiera pudieron con esos pequeños demonios los pájaros que forman una corona circular, como una flota a punto de ser devorada por una tormenta allí en el cielo; que vuelan lentamente, ahítos de tanto comer. Al mediodía y luego de almorzar en tierra firme -como cuadra a los hombres de Dios- Lope presencia la inevitable muerte de su hija en medio de vómitos y una constante hemorragia. Luego de sepultarla bajo una piedra blanca se dirige a sus hombres y les ordena cargar los cañones y disparar al sol, al cielo, a los insectos, a la selva y al río. Dispararle al tiempo que se burla de los pobres espíritus que en el se pierden. En silencio también dispararon los hombres cansados de hablar, cansados de nombrar elusivamente las queridas cosas que ya no están, de nombrar las maldiciones que llegaron y que seguirán sobre ellos, aun luego de haberlos exterminado.Las balas surcan el cielo y se estrellan sobre tierra, cielo y agua. Todo permanece.(Escrito en de setiembre de 2010)Nota:
Este es –principalmente- un homenaje a A.Carpentier. Su persistente concepto de una Historia que se atraviesa constantemente a si misma me es muy grato, muy convincente. Pero, más que nada, creo que no son solo estas tres mezquinas historias engarzadas cuentas de un rosario inconsolable el homenaje necesario.
Lo más bello de la literatura latinoamericana consiste en una batalla eterna contra el tiempo, el tiempo que nos devora no sin antes robarnos todo lo que nos da entidad.
De alguna manera es un extraño argumento de una cuestión que no enunciare el echo de que fuera nuestro continente lleno de expulsados e inmigrantes el que produjo una guerra contra el tiempo.
