Gaspar y Melchor me miraban en silencio desde un costado. Baltasar estaba un poco más atrás, casi escondido entre la mula y las ovejas; algunas cosas nunca tuvieron remedio en esta casa, ni siquiera en las fiestas. Ni en esos días se dejaban de lado las convicciones arcaicas; las aristas más filosas de la familia siempre estaban a flor de piel. Las figuras de María y José me parecieron esa noche bastante perturbadoras, a diferencia de otras navidades en que las veía solamente ridículas. Nunca entendí la costumbre de armar el pesebre por anticipado y dejar a los pastores, a los reyes, a los animales, y a los padres de la criatura esperando casi un mes con gesto expectante. Como si nadie supiera que iba a pasar. Como si nadie supiera que el niño esperaba en la repisa de arriba, como espiando entre bambalinas, el brindis de nochebuena para hacer su entrada triunfal. ¿Cómo nadie consideró la posibilidad de tener dos Marías, una de barriga prominente, rostro cansado y piernas hinchadas, y otra reluciente, jovial y estilizada para intercambiarlas en el momento del nacimiento? Si una religión no evoluciona está destinada a autodestruirse mientras se mira el ombligo. Con una copa de sidra en la mano, le comentaba estas cosas a Anita, mi prima. No sé si me entendía, pero parecían divertirle mis comentarios. En realidad no era exactamente mi prima, no nos unía ningún lazo sanguíneo, pero siempre se utilizó en mi familia, y creo que en la mayoría, ese término, a falta de uno mejor, para definir relaciones de parentesco imbricadas. Se trataba de evitar con una burda censura “filial” cualquier germen de deseo entre las partes. Nunca fui amigo de la censura. A medida que fuimos creciendo, como un acto de rebelión, en todas las navidades que compartimos intenté seducirla por todos los medios posibles. A juzgar por cómo me miraba esa noche, y por su falta de disimulo cada vez que rozaba mi antebrazo con el suyo, Anita no sólo no ignoraba mis intenciones sino que, al fin, las compartía.
Los pollos y el lechón ardían sobre la parrilla, los vasos se vaciaban cada vez más rápido, los charloteos vacíos de ocasión tapaban los villancicos que salían del tocadiscos; la abuela miraba por la ventana, los perros lloraban desde el galpón, el tío contaba chistes verdes y mis hermanas miraban por la tele los festejos desde Europa, comentando como todos los años lo curioso de la diferencia de temperatura. Algunas cosas no van a cambiar nunca.
- Hace calor. ¿Vamos un rato al patio? – me dijo Anita tomando la iniciativa.
Salimos. No corría una gota de viento. Anita tenía una blusa blanca, mini de jean y sandalias verdes. Se había pintado las uñas de los pies de rojo bermellón, que para mí era rojo tomate. Nos sentamos uno al lado del otro en un banco de mármol que el abuelo había empotrado ahí hacía más de veinte años. Era un poco alto, las piernas de Anita no tocaban el suelo y las balanceaba adelante y atrás cruzando los tobillos. A unos cinco metros, salvado de la oscuridad por la luz del fuego de la parrilla, Calderón removía las brasas con maestría y tomaba vino del pico de una botella. Nunca supe la historia completa de Calderón, lo que sabía lo había ido reconstruyendo de a poco, de oídas; chileno, cruzado hacía varios años, edad indefinida pero más de sesenta, no mujer, no hijos, no nada. Solo. Vivía cerca pero nadie sabía bien dónde. Tampoco nadie me supo explicar cómo fue que la familia lo adoptó como un integrante más, la cosa es que Calderón siempre estaba por ahí, y desde que yo era muy chico era el encargado del asado de Nochebuena. No nos había visto todavía, o sí, pero disimulaba ejerciendo la experiencia de los años.
- ¿Cómo va, Calderón? – le grité con ánimo de parecer inocente. Siempre lo llamábamos así, por el apellido. Todos, no había nadie que lo llamara de otra manera. Nunca escuché su nombre, jamás. Creo que nadie lo sabía. Era simplemente Calderón.
- Bien, m’hijo. Esto ya va a estar enseguidita. Calor, ¿eh? –
- See, tremendo. – le dije secándome la frente con la palma. Debería hacer unos treinta o treinta y dos grados, lo normal para esas épocas, pero entre la sidra, los turrones, las nueces y las piernas de Anita que se movían impúdicas ante mis ojos, yo estaba más o menos en treinta y seis o treinta y siete.
- Míreme un rato el fuego que ya vengo. – y sin mirarnos empezó a caminar con la botella en la mano y se perdió detrás de la cortina de la entrada lateral a la casa, la que daba al lavadero.
Nos quedamos solos en el patio, bajo la parra, brillosos por el sudor que no había forma de controlar. Anita me acomodó el cuello de la camisa un par de veces. No había ninguna necesidad de mirar el fuego, los pollos y el lechón no necesitaban asistencia para cocerse; desde adentro se oían risas y parloteo, los perros seguían llorando y Calderón no volvía. Anita se acercó un poco y apoyó la cabeza en mi hombro derecho, creo que susurró algo como qué linda noche para fumarnos un porrito o algo así, pero no entendí bien porque su pelo me hacía cosquillas en el cuello y se me estaba poniendo dura. Tenía que concentrarme. Pasé el brazo por encima de sus hombros, devolviendo el mimo y la confianza. Le palmeé un poquito la espalda.
- Qué grande que estás prima, eh… -
- Vos también estás grande. – hizo un pausa leve y agregó en un tono apenas más bajo y grave – Y no soy tu prima. –
Listo. A la mierda la concentración y los reparos. Era la señal divina, la estrella fugaz que preanunciaba el júbilo de la noche del 24. Con cinco palabras me dejó en claro que se cagaba en las prohibiciones y los pecados mortales tanto como yo. Aleluya. Ahí nomás le comí la boca. La cabeza me explotó y me sentí caer por un túnel psicodélico, con la vida girando a mi alrededor; no miento si digo que veía estrellitas de colores. Fue una sensación horrenda, nos vi a los dos a los de chicos, a los cinco de ella y los ocho míos, corriendo en malla por ese mismo patio y tirándonos de cabeza en la pileta, riendo como locos; nos vi a los diez y los trece, en su cumpleaños, dibujando en la pizarra mágica que yo le había regalado; nos vi a los doce y a los quince, odiándonos y compitiendo por cualquier estupidez; nos vi a los dos igual que en muchas fiestas, sentados en el banco, a los quince y dieciocho, protestando contra la dictadura familiar que insistía con ponernos límites. Y finalmente nos vi en ese momento, amarrados en la sombra, respirando agitados, disfrutando el derrape, calientes como una pava, al filo de ser descubiertos por las huestes de una familia que todavía mandaba a los negros al fondo. Por suerte fue una sensación efímera, y el horror se fue desvaneciendo a medida que la lengua de Anita me exploraba con lascivia. Se desabrochó un botón de la blusa y con la mano izquierda empezó a acariciarme la bragueta.
- Para, para…- le dije.
- No, ¿por qué?, quiero ver que me trajo Papá Noel. – admito que su respuesta me calentó más todavía, pero me preocupé un poco por lo puta que era. Las mujeres así son un problema. No te dejan opción, no te dejan pensar, prácticamente sos un juguete; la solución es no hacerse demasiado problema y darles matraca como viene.
- Para porque está por volver Calderón. Si nos ve estamos cagados. – en realidad yo sabía que Calderón ya sabía todo lo que estaba pasando, no hacía falta que viera nada, incluso tal vez estuviera espiando desde la ventanita del lavadero. Por ese lado estaba tranquilo, porque Calderón tenía códigos, era una tumba. No me preocupaba que nos buchoneara. Pero, y siempre hay un pero, mi temor era que metido en el baile, dejara de prestarle atención al asado y los pollos y el lechón se arrebataran, o peor aún, se pasaran y se fuera a la mierda la cena de Nochebuena; en ese caso Calderón me acuchillaba, seguro, así como tenía códigos para asuntos de polleras también los tenía para la parrilla.
- No va a decir nada, si es un copado. Relájate. – me dijo mientras me bajaba el cierre del pantalón. Me parece que se me pusieron los ojos en blanco, se me dieron vuelta las órbitas para atrás, pero no lo sé con seguridad porque ella no me dijo nada. Ya no me importaba morir acuchillado.
Para tener diecinueve años, Anita era una talentosa. Mientras me tocaba, con la otra mano sostenía la copa de sidra y de vez en cuando tomaba un sorbo. En ese desmadre, yo trataba como podía de ordenar mis ideas. La suerte siempre me había gambeteado y me costaba aceptar que por una vez la moneda cayera de mi lado. Lo primero que pensé fue en una conspiración; sin duda todos estaban complotados contra mí, estaban utilizando a mi falsa prima para ponerme en evidencia y justificar de ese modo que yo no era un digno de pertenecer a la familia, y menos de recibir el pañuelo, el slip, el cinturón y los dos pares de medias que Papá Noel me traía todos los años. Lo segundo que pensé fue que tal vez Anita fuera diabética, y justo en ese momento y debido al castigo del calor, le había bajado el azúcar; por eso se comportaba de manera errática y me estaba haciendo la paja en el patio sin darse cuenta. Pobrecita.
- ¿Estás bien? – le pregunté como un imbécil.
- Claro que estoy bien. Y además estoy contenta, Papá Noel siempre me trae el paquete más grande. – se rió.
La mano de Anita ejercía la presión justa, tenía los dedos ni muy cortos ni muy largos, parecían hechos a medida para mí. Estuvimos así durante unos cinco minutos. Cada tanto nos besábamos mirando de reojo hacia el interior de la casa. Lo ideal hubiera sido pasar a la siguiente instancia, pero los dos sabíamos que eso sí era demasiado, estábamos un poco locos pero no tanto.
- Bueno, por hoy esto nomás. – me dijo al oído. – Igual quédate tranquilo, siempre me gustó más el regalito de reyes. Voy a poner los zapatitos en la ventana. –
El chancleteo cada vez más cercano de Calderón nos sirvió de alerta. Melchor, Gaspar, Baltasar, y la puta que lo parió. Iba a tener que esperar dos semanas para hincarle el diente. Había esperado quince años sin problemas, pero una vez probado el dulce es difícil no ser goloso, y aquellos días fueron los más largos de todo el verano, y los más calientes. No me pidan detalles, los caballeros no tenemos memoria. Eso lo aprendí después. Calderón asomó la cabeza por la puerta. Después salió y miró al cielo. Anita y yo hicimos lo mismo. Las cañitas voladoras bailaban enloquecidas sobre la manta azul; en la vereda se oían explosiones y el olor a pólvora quemada se mezclaba con el de los pollos y el lechón, que según Calderón iban a ser un manjar. No dijimos ni una palabra, nos paramos y empezamos a caminar para adentro, a ver si llegábamos a probar algo de la entrada fría. En el centro de la mesa del comedor, el pionono salado era la atracción. Fue devorado inmediatamente con fruición por las tías, la abuela, y una pareja de japoneses amigos de la madre de Anita. Por lo menos eso comentaron al otro día y durante toda la semana hasta año nuevo, donde la estrella fue la ensalada rusa. Aunque para mi gusto, la mayonesa estaba un poco blanda.
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Esta historia, cuento, relato, o cómo quieran llamarlo, forma parte de una serie de relatos alegóricos a la Navidad que, por iniciativa y convocatoria de anne fatosme, varios narradores escribimos especialmente. Aquí la lista de los que participaron hasta ahora (si me falta alguno, chiflen!):
- Y después si te enojás sos una loca: La navidad del coronel -
- Anne Fatosme, Blog de relatos: Noche no tan buena -
- Eduardo Blanco: Cuento de Navidad improvisado -
- Desde tu ventana: Ventana de navidad -
- Charradetas: Oro, incienso y… mirra -
- Chrieseli: Cena para una noche buena -
- Blog de sendero: Galletas de Navidad -
- Concha Huerta: Mi regalo de Navidad -
- Pipermenta: Fantasía de Navidad -
- Testigo: Navidad a dos voces -
- Micromios: Mi papá noel -
- Zambullida: Destino –
- G: Yinguelbels -
- Arma de Casa: Un pálpito en los dedos -