Me inclino ante tus tetas naranjas, sí. Genuflexión, genuflexión, y eso que sólo me interesan las mías, pero qué importa ese detalle. He obtenido una excusa para contenerme una semana y pasar de refilón otro post quejicoso. Adriana Bañares publicaba esta entrada que me dejó pensativa: ¿es verdad? ¿es una crítica? ¿es ironía fina? ¿un lamento, tal vez? Hasta el comentario que pongo arriba, entonces ya me quedó claro. No soy la única. Tampoco es un consuelo. Semana de atasco en la que había auto-prometido ser normal: intentar una reseña de algún libro que acabo de leer, escribir algo de actualidad... cualquier cosa, para no repetir la pesadez bloguera de quejas, y lloro, y me quejo y me quejo, calla ya por favor, ¡pum! patada en la vagina.
Es cansino, pero tenéis que perdonarme, no me doy cuenta. Pienso el post un minuto o un mes, lo publico y me olvido. Leído todo junto, uno tras otro, empieza a ser estomagante.
El post llega en pleno fragor de un relato de no-ficción que tenía entre manos. Toda la historia junta, los porqué y cómo, el significado de mi pseudónimo, etc. Claro, detallado y todo junto, para no quejarse más. Entonces, he descubierto una novedad recién publicada que me ha helado la sangre: la portada de una maldita nueva novela, no diré de quién, es casi idéntica a la que he hecho para un libro en proceso.
Es una sensación agridulce difícil de entender para la industria literaria. Es el pellizco en las tripas porque mi portada nunca verá la luz. Y porque yo misma he realizado la fotografía y la he retocado. Estoy segura que el autor de dicha novela ni siquiera sabe abrir el Photoshop.
Aceptemos que es cosa del inconsciente colectivo que está encrespado con tanta acceso a la información. La creatividad fluye y choca entre sí, porque hay tanta gente explicando tantas ideas al mismo tiempo, que alguna debe parecerse de manera inevitable.
Pero es una cuestión de tripas que se revuelven. Recuerdo entonces un poema, de un libro publicado en 2006. Tampoco diré autor (más o menos conocido). Encontré por casualidad aquellos versos, que leí vorazmente porque llevaban el mismo título que uno mío. Mismo título, mismos versos, una coma cambiada de sitio y una palabra sustituída por su sinónimo. Un plagio en toda regla de mi poema, incluído a su vez en un libro de 2003, SIN PUBLICAR pero sí registrado. Curiosamente, enviado a un certamen en el que este autor era jurado.
A quién se protesta en estos casos. ¿Vale de algo protestar? ¿Y cuántos poemas como ese no andaran ya publicados, sin que yo lo sepa?
La poesía da dolor de tripas. Sobre todo por hambre.