El 12 de enero de 2011, la señora Donna Rice y sus dos hijos, Jordan y Blake, de diez y trece años de edad, regresaban a casa después de hacer unas compras. Llovía mucho. Eran conscientes del mal tiempo que reinaba durante esa semana en la mayor parte del país, especialmente en la zona donde vivían, en los suburbios de Brisbane, la tercera ciudad más populosa de Australia. Lo que no podían imaginar era que en poco tiempo estarían rodeados sin remedio por el agua.
La tromba de agua que aquella tarde arrasó Toowoomba, en la zona oeste de Brisbane, fue descrita por testigos presenciales como un furioso tsunami que arrastraba automóviles, arrancaba árboles y destruía viviendas con enorme facilidad.
La familia Rice no tardó mucho en darse cuenta de que sus vidas corrían peligro. La madre llamó a los servicios de emergencia, que le recomendaron permanecer dentro del vehículo. Pero a los pocos minutos se vieron arrastrados por la corriente. Enseguida se encontraron con que estaban ya en esa delgada línea que separa la vida de la muerte. Finalmente el coche se detuvo, pero el nivel del agua seguía creciendo, por lo que Donna y sus dos hijos tuvieron que subirse al techo del automóvil. El conductor de un camión que pasaba por allí logró descolgarse con una cuerda y llegar hasta ellos. Tendió la mano a Jordan, pero su respuesta fue muy clara: “Salve primero a mi hermano”.
Así lo hizo aquel hombre, que logró poner a salvo a Blake, pero la cuerda se rompió cuando intentaba salvar a su madre y a Jordan, que fueron arrastrados aguas abajo. Pudieron aferrarse a un árbol durante unos minutos, pero enseguida fueron absorbidos por la corriente y perecieron.
Esta historia, dramáticamente real, nos permite considerar un tema tan fundamental como es la capacidad de renuncia a uno mismo por amor al otro. Jordan Rice no dudó en pedir que salvaran primero a su hermano, probablemente con plena conciencia de que se jugaba con ello la vida. Su generosidad le permitió superar un estado de miedo en el que sin duda su instinto de conservación le empujaba a salvarse él primero. Su gesto es un claro testimonio de lo que puede ser capaz el hombre, una muestra de que en su interior hay siempre semillas de grandeza, arranques generosos que hacen el mundo más humano y más habitable, más llevaderas las penas que cualquier vida encierra.
Me pregunto, como su padre, por qué Jordan hizo aquello, qué pasaría por su mente en esos momentos. Su reacción sería, supongo, la de su modo de ser habitual. Aquel chico estaría educado en ese sencillo sentido de centrar la vida en los demás, habría aprendido a sacrificarse por ellos, a sentir lo de los demás como propio. Aquella familia, no sabemos si de mucha cultura pero desde luego de enorme sabiduría, quizá de pocas letras pero gigante en los valores que engrandecen la vida de los hombres, ha sido tierra fértil para que surja esa excelencia moral.
Su vida ha sido breve, pero seguro que con más sentido y mejor vivida que muchas otras muy largas y relevantes, puesto que lo importante no es cuánto se vive, sino cómo se vive.
Alfonso Aguiló (Hacer Familia)