21/02/2015
Ese registro es la forma en la que le gritamos al mundo lo bien que hemos vivido o vivimos, otro recurso para incordiar en el enemybook (no confundir con la aplicación): aceptamos en nuestros perfiles a personas que consideramos indeseables —aquellos que evitaríamos saludar en la calle—, cumpliendo el «mantén cerca a tus amigos pero aún más a tus enemigos», en un tóxico interés en conocer los nimios detalles de sus vidas y restregar, a la mínima oportunidad, lo estupendo que nos va.
Sería una cínica si no reconociera que en cada imagen que subo a la Red exhibo mi mejor sonrisa porque ¿a santo de qué voy a compartir mis problemas públicamente? La diferencia estriba en reconocer el porqué del celo y si afecta el que alguien toque o no me gusta (aplauso) en cada testimonio que, a veces con esmero, publicamos en nuestros escaparates. A lo anterior hay que sumar la nula privacidad que ofrecen estas plataformas gratuitas —cabe recordar que el peaje que pagamos son los datos personales—, por lo que cualquiera tiene acceso a retazos de nuestra existencia formándose una idea casi siempre vaga (salvo la publicidad segmentada y el departamento de recursos humanos), aunque sigamos a rajatabla la cháchara de los guías espirituales de la marca personal.
Pero hemos aprendido a posar, así que el carrete de nuestro timeline (línea del tiempo) estará compuesto por instantáneas de nuestra vida, obra y milagros, que poco tendrán que envidiar al de los ex (en lo que sea), y en los que nos recrearemos melancólicamente como si cualquier tiempo pasado hubiese sido mejor… y real.