El turista es lo contrario del viajero. Este último quiere saber, quiere conocer, mientras que el primero solo quiere que le den una sorpresa y que luego le sirvan su paella en Kazajistán.
El turista no tiene tiempo (ni ganas, ni capacidad) de plantearse nada. Solo quiere sorprenderse rápidamente por algún detalle pintoresco. Siendo pintoresco, todo vale: un edificio, un animal, un baile, una comida... Pero ha de ser rápido. El turista puede probar una comida rara si luego le garantizan su paella y su cocacola, y puede ver cualquier cosa rara, la que sea (un crimen, un rito religioso, un baile, una catástrofe...), siempre que se le garantice la impermeabilidad absoluta, para que todo le resbale y nada le penetre en su interior, por lo demás vacío.
El turismo se ha cargado los lagos, los bosques, las costas, las ciudades históricas, las costumbres, la cultura... El chamán de la tribu lleva puesta una camiseta de Messi, y a cambio el empleado de la agencia de seguros se vuelve a casa con unos abalorios o con unas cabezas reducidas (falsas, de PVC, made in China).
(Y no quiero ni entrar en el turismo que se basa en aprovecharse de la pobreza de otros países).
Todo es falso, nada queda, nada progresa. La globalización no nos lleva a un mutuo enriquecimiento, sino a un mutuo embrutecimiento, a una ignorancia ecuménica.
Solo queremos estímulos, sin importarnos si hay algo detrás. Y tenemos el paladar tan saturado que ya no apreciamos sutilezas: sólo el chile muy picante, que a su vez nos atonta e insensibiliza más; motivo por el que pedimos chile aún más picante. Y así ad infinitum.
La arquitectura-espectáculo, la arquitectura-turismo, la arquitectura-sorpresa es lo de menos. Es solo arquitectura. Lo que queremos ahora es ir a Texas a ver ejecuciones. Venga, a ver quién lo organiza.
¿No se enseña Auschwitz? Pues eso.