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Llevo casi cinco minutos intentando enhebrar la aguja, y nada. Vuelvo a intentarlo mientras maldigo por enésima vez a la Merkel, la banca y la corruptela de este podrido país, que me obliga a remendarme las medias.
Nada, que no hay manera. Si mi abuela Teresa pudiera verme, aseguraría categóricamente que alguien está pensando en mí. (Mi abuela también creía que podía leerme el pensamiento si bebía de la misma taza que yo. Me molestaba mucho que lo hiciera, aunque no tanto como el día que la pillé leyéndome el diario. Pero ésa es otra historia).
Cambio de hilo, cambio de agujas. Inútil.
Me pongo tan nerviosa que casi lo dejo por imposible. Sin embargo, tú te ofreces a intentarlo y yo, escéptica, te paso aguja e hilo, mientras el arco de mi ceja dibuja un "qué vas a saber tú de esto, pero en fin..."
Me siento a tu lado en el sofá y... cuatro segundos. Cuatro segundos de concentración y tú, hombre al que nunca he visto coger una aguja, lo has logrado. Y aún más: me explicas tu "técnica" m
ientras vuelves a probarlo y aciertas de nuevo. Doce años ya, me digo, y aún logras sorprenderme.Vuelves a la lectura y yo lo pruebo una vez. ¡Voilà, funciona! Estoy a punto de decírtelo, pero me detengo. Compruebo que, concentrado en las noticias, no te has percatado de mi éxito y, cual Penélope, deshago mi obra y te comento, compungida, que no me sale.
Y tú, sin quejarte, una vez más (y otra, y otra), con una sonrisa dejas el periódico sobre las rodillas y te concentras de nuevo para acercar hilo y aguja y repetir el pequeño milagro del día. Y cada vez (y otra, y otra) yo aprovecho la ocasión para mirarte lento, mientras siento aquí, en el punto exacto donde se unen todas mis hebras, que tus manos me tejen con hilos de todos los colores una bufanda Moebius para el corazón.
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