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Ultimátum: Cena

Publicado el 25 diciembre 2020 por Olgasierra @mimododever

Ultimátum: Cena  

Concurso de cuentos navideños #unaNavidaddiferente             

Abuela lo dejó claro: o cenábamos juntos en Nochebuena o «se moría y nos jodía las putas navidades». Yo fui el primero que vio su whatsapp. Tenía palabrotas maravillosas por lo que corrí a leérselo en voz alta a papá. Deseaba que sucediese cualquier eventualidad cósmica para conseguir reunirme con mis primos, a los que no veía desde las navidades pasadas, y la supervivencia de nuestra abuela era la contingencia perfecta. Papá me soltó dos collejas. Una por repetir los tacos de abuela y otra, por coger el móvil sin permiso. Carolina, su nueva novia, le llamó cromañóny se puso de mi parte. Es una mujer encantadora, mucho más joven que papá y mi profesora favorita.

Aunque el mensaje de abuela estaba claro, papá intentó hacerla cambiar de opinión. Que si las autoridades recomendaban no reunirse. Ella ya lo sabía porque los «putos telediarios» no hablaban de otra cosa. Que habría que mantener distancia social entre los comensales. «Como cada año desde que murió abuelo, que parece que tu hermano y tú os repeléis». Que pasaría frío con las ventanas abiertas. «Me dejaré el pijama puesto». Que no podremos olvidar la mascarilla y el hidroalcohólico... «Imposible hacerlo», comentó con absoluta resignación. Ningún argumento pudo convencerla. Además, había comprado test antigénicos para que nos sintiéramos más seguros.

Papá se quedó perturbado al saber que debería compartir mantel con tío Julián, su gemelo, y tía Margarita, su esposa. Y, por supuesto, con mis primos, Juliancito y Kumiko. Juliancito era además mi mejor amigo y Kumiko, la niña de ojos rasgados más bonita del universo. Para mí supuso que el sol comenzase a abrir los cortinones de mi oscura existencia.

Tras la discusión de nuestros padres no había vuelto a ver a mis primos. Aquella noche, todavía lo recuerdo, acababa de preguntar a Kumiko si quería ser mi novia. No pudo responderme porque, antes del segundo plato, papá y tío Julián ya se levantaban la voz. Primero, por algo relacionado con la adopción de mi prima y después, por un libro antiguo de abuelo que ambos querían. El caso es que nos marchamos sin terminar de cenar y sin conocer la respuesta de Kumiko.

Un año con dudas en el amor consigue que el corazón lata un poco más lento. No es por llevar mascarilla o por haber cogido peso durante el confinamiento, como afirma papá. La incertidumbre logra que mueras un ratito cada día. Eso fue lo que dije a la abuela a la salida del cole, cuando me preguntó que qué demonios me pasaba. Se lo conté todo. Entre lágrimas que terminaron empapando el bocadillo de Nocilla que tenía para merendar. Sé que, en parte, su ultimátum de sentarnos a cenar ha sido para que mis primos y yo pudiéramos reencontrarnos.

Después de hacernos los test y comprobar que éramos negativos fuimos acomodándonos en la mesa. Había nueve platos. Pensamos que uno sería in memoriam del difunto abuelo. Abuela estaba preciosa, con un vestido de lentejuelas y la cremallera a medio subir por el pijama de felpa que llevaba debajo. La tensión entre papá y tío Julián era tan espesa que nos comprimía el pecho. Ambos permanecían callados, pelando langostinos y comiendo canapés. Carolina y tía Margarita comenzaron a hablar de historia, como cada vez que se juntaban. Juliancito me guiñó un ojo y me dio una patada bien fuerte por debajo de la mesa. Como cada año se la devolví multiplicada por diez. Nos gustaba dejarnos un buen morado en las espinillas para recordar nuestra amistad durante las semanas siguientes. Kumiko había crecido mucho desde la última vez. En altura me sacaba casi dos cabezas y sus formas femeninas comenzaban a insinuarse bajo la blusa. Sus padres ya le dejaban pintarse los labios y tener móvil. Cuando por fin levantó los ojos de él y me miró, me ruboricé. No podía estar más feliz.

Nos interrumpió el timbre de la puerta. Abuela se sacó el pantalón del pijama y acudió a abrir. Un señor trajeado, con un imponente bigote blanco, hizo su entrada con algo entre las manos. «Soy negativo, querida», le dijo a abuela mientras le propinaba un beso tan cinematográfico como el que Aladdin colocó en labios de Jasmín desde su lado del balcón. El mismo que yo soñaba dar algún día a Kumiko. Era Jacinto, el novio de abuela, el comensal número nueve, con el que pensaba pasar el resto de vida que les permitiera «la puta pandemia y el jodido coronavirus». Todos reímos sus ocurrencias. Hasta papá y tío Julián. Por primera vez les vi mirarse a la cara, sonreír y emocionarse a la vez como reflejos del mismo espejo.

Al terminar la cena, abuela entró en su habitación y salió con dos paquetes. Uno para papá y otro para tío Julián. Papá, hombre nervioso, abrió el suyo primero. «De la Mancha» ponía en la tapa de su libro. «Don Quijote», decía la del tío Julián. Abuela había partido salomónicamente el libro de la discordia en dos mitades para compartir el tesoro del abuelo entre sus hijos. Jacinto era maestro encuadernador y fue en su taller, cuando ella encargó cercenar el libro, donde se conocieron y acabaron enamorados.

Papá se puso en pie y pisó todo lo fuerte que pudo el dedo gordo de tío Julián. Este, con gesto de dolor procedió igual, pisoteando el de papá. Ambos, con lágrimas en los ojos, se abrazaron como habían hecho desde que eran unos mocosos. «Jodido estúpido», dijo papá. «Maldito cabrón», respondió tío Julián.

Kumiko me hizo un gesto para salir a la terraza. Antes de que pudiera repetirle mi pregunta sobre nuestro noviazgo, se me adelantó y me mostró emocionada la foto del chico que le gustaba en su móvil. Dijo que guardara el secreto y me dio un beso en la mejilla que me supo a respuesta y a desengaño. Sentí ganas de apagar el planeta y llorarlo entero cuando dijo que siempre sería su primo favorito. 


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