Las crónicas de coraje y patriotismo que la historia oficial olvidó contar
Publicado el 21 de Noviembre de 2010
Las heroicas historias de Martina Chapanay, Antonio “El Gaucho” Rivero, Juana Azurduy y Manuel Padilla, Gerónimo Costa, Francisco “Pancho” Ramírez y la Delfina, Ciriaco Cuitiño, El cacique Arbolito y Federico Rauch, Martín Miguel de Güemes y Martiniano Chilavert.
Capítulo 10. Tema del traidor y del héroe. Martiniano Chilavert.
I
¿Cuándo un hombre comienza a convertirse en un traidor?
¿Cuándo un traidor comienza a convertirse en un héroe?
II
Reza. Como le ha enseñado su madre, con esas palabras lejanas y latinas. Camina lentamente con los ojos cerrados. Con las manos cruzadas en el pecho. Da un paso y otro, despacio, sintiendo el placer de la tibia tierra debajo de sus botas. Susurra la oración aprendida en la España de su niñez. Pocos minutos de vida le quedan ya, pero ha decidido vivirlos como un valiente. No le queda otra cosa, a Martiniano, que morir como ha vivido. La Historia -ellos- dirá que ha sido un traidor. Quienes conocen lo que realmente sucedió en aquellos tiempos saben que murió como un hombre.
III
¿Cómo se define a un hombre? ¿Es suficiente con pronunciar las caprichosas letras que forman un nombre o los signos del apellido que arrastra de los suyos durante siglos? Nada dice “Martiniano Chilavert” de él, de sus historias, de los sufrimientos, las alegrías y las convicciones.
Es apenas un nombre que la Historia olvidará o, peor, que será empedrado de injurias, de insultos, de acusaciones. Es un coronel de la Confederación Argentina, nacido con un siglo libre y ensangrentado, hijo de Francisco, aquel oficial español que traicionó a su suelo natal por el amor a la exuberante tierra americana. Es hijo de un traidor y de un héroe. Con su padre y hermano mayor José Vicente viajó en el buque Canning que trajo de regreso a Buenos Aires a José de San Martín, a Carlos María de Alvear, a Matías Zapiola. Y fue uno de los 120 granaderos que empujó a los realistas hasta el río en las barrancas de San Lorenzo.
En cuanto a Martiniano, sólo pudo defender a su patria en unas pocas batallas. Y la última, la definitiva, la más importante, la perdió perdido. Por lo demás, llevó durante su vida la tristeza de haber peleado como artillero durante treinta años en una miserable guerra entre argentinos. Ha servido a Alvear, al endemoniado Lavalle, al inconstante Fructuoso Rivera y siempre ha estado equivocado. Ha vivido equivocado. Ha luchado con empecinamiento a favor de un error. Lo descubrió tarde, es cierto, pero se ha dado cuenta de que lo estaba y ha intentado enmendar su falta.
No hay piedad para un hombre que descubre la verdad y admite su error, para un hombre que cambia de bando. O sólo la hay si ese hombre es un pusilánime y renuncia a la verdad descubierta tras la derrota. Martiniano, que ha sido tantas cosas, español, argentino, ingeniero, militar, artillero, unitario, federal; se ha permitido ser de todo excepto un cobarde. Y, en esta vida combativa de amigos y enemigos, los miserables, los que ahora están a punto de matarlo, perdonan cualquier cosa excepto el coraje en la derrota.
IV
Chilavert siempre ha odiado a la tiranía en todas sus formas. Lo saben quienes lo acompañaron en la gloriosa jornada de Ituzaingó, en aquella mal terminada guerra con los brasileños imperiales. Lo saben quienes han discutido con él cuando criticaba los atroces métodos de Lavalle y sus coroneles en la campaña del sur. Durante años ha combatido a Rosas en los campos de Entre Ríos, Corrientes, Buenos Aires; en Quebracho Herrado y Famaillá, cuando el general rubio inició sus “Campaña Libertadora”, en la sangrienta batalla de Arroyo Grande.
Nadie pude decirle que no ha sido un unitario consecuente. Aun cuando le cuestionara a Lavalle la presencia de los franceses, cuando le dijera que no era conveniente luchar contra Rosas con la ayuda de los extranjeros porque eso se asemejaba a una guerra contra su patria más que una batalla política. Aun cuando en 1843, en el comando de campaña, discutiera con el oriental Rivera y lo acusara de querer desmembrar a la Confederación. “Hace tiempo que veo que la guerra que usted hace no es a Rosas sino a la República Argentina, ya que su lucha es una cadena de coaliciones con el extranjero. De resultas de ello Argentina ha sido ultrajada en su soberanía, favoreciendo esto a Rosas, ya que la opinión pública ve amenazada la Patria”, le contestó ante el silencio espasmódico de los demás jefes militares.
Corrían tiempos difíciles para la Confederación Argentina. Desde 1838 la escuadra francesa había cerrado con su flota el puerto de Buenos Aires porque Rosas no exceptuaba a los ciudadanos de ese origen del servicio militar ni le ofrecía un tratamiento de “nación favorecida” al reino de Luis Felipe de Orleáns. Y en la flamante República de Uruguay Rivera había derrocado al presidente constitucional Manuel Oribe, de excelentes relaciones con los federales. El primer bloqueo culminó con el tratado Arana-Mackau el 29 de octubre de 1840.
Pero la escalada del conflicto continuó. El 16 de febrero de 1843, Oribe impuso un sitio a Montevideo que duraría hasta 1851, tras el pronunciamiento de Justo José de Urquiza. Finalmente, el enfrentamiento estalló en julio de 1845, cuando las fuerzas navales de Francia y Gran Bretaña volvieron a bloquear el puerto de Buenos Aires, secuestraron los buques de la armada argentina capitaneada por Guillermo Brown y comenzaron el ataque contra las ciudades de Colonia del Sacramento, Gualeguaychú, Fray Bentos y Salto, entre otras. En noviembre la flota invasora decidió abrir y violar el río Paraná. El día 20 llegó a la Vuelta de Obligado, donde el general Lucio N. Mansilla había atado una hilera de pequeñas embarcaciones con cadenas para impedirle el paso a los imperialistas y dispuesto tres baterías de cañones para atacarlos.
Las crónicas de aquellas épocas relatan que las tropas argentinas se batieron con alma y vida hasta quedar sin munición, que los soldados eran remplazados cada treinta minutos porque caían abatidos por el fuego enemigo y que los invasores vencieron por la superioridad numérica y por la tecnología de los nuevos barcos de guerra a vapor y los cañones estriados de carga posterior. Después del bombardeo y el desembarco, las cargas de bayoneta se repitieron y los principales jefes argentinos fueron heridos en combate. Sabino O’Donnell, testigo de la batalla, escribió: “Hoy he visto lo que es un valiente. Empezó el fuego a las nueve y media de la mañana y duró hasta las cinco y media de la tarde en las baterías, y continúa ahora entre el monte de Obligado el fuego de fusil (son las once de la noche). Mi tío ha permanecido entre los merlones de las baterías y entre las lluvias de balas y la metralla de 120 cañones enemigos. Desmontada ya nuestra artillería, apagados completamente sus fuegos, el enemigo hizo señas de desembarcar; entonces mi tío se puso personalmente al frente de la infantería y marchaba a impedir el desembarco, cuando cayó herido por el golpe de metralla; sin embargo se disputó el terreno con honor, y se salvó toda la artillería volante. Nuestra pérdida puede aproximarse a trescientos valientes entre muertos, heridos y contusos; la del enemigo puede decirse que es doblemente mayor; han echado al agua montones de cadáveres [...] Esta es una batalla muy gloriosa para nuestro país. Nos hemos defendido con bizarría y heroicidad.” El final fue apoteótico. Mientras los soldados vivaban a la patria matando y muriendo, Mansilla mandó tocar a la banda de música del Regimiento Primero de Patricios el Himno Nacional Argentino, coreado a gritos de rabia por los bravos que defendían la posición hasta que debieron rendirse.
Los invasores lograron quebrar la resistencia argentina pero a un costo altísimo. Se adentraron en el Paraná, pero unos meses después debieron retroceder porque la hostilidad de los puertos interiores no les daba respiro a los marinos. La Vuelta de Obligado significó, entonces, un hito nacional, un bastión que Rosas ostentaba frente a sus enemigos unitarios que apostaban por los extranjeros desde Montevideo y desde las ciudades del sur de Brasil.
V
¿Nada ocurre en la conciencia de un patriota unitario cuando ve a su tierra violada por las dos potencias extranjeras más importantes de la época?
VI
Martiniano es un patriota de sangre en la sangre. Y comienza a dudar. Vive en la ciudad de Pelotas, en el Estado de Río Grande do Sul, en Brasil. Desde allí le escribe una carta a Manuel Eguía, unitario exiliado en la capital uruguaya, donde le plantea sus cuestiones: “Para la prensa de Montevideo, la Francia y la Inglaterra tienen todos los derechos, toda la justicia. Aun más: pueden dar una puñalada de atrás, un tajo de pillo, arrebatar una escuadra, quemar buques mercantes, entrar en los ríos, asesinar a cañonazos, destruir nuestro cabotaje; todo eso, y mucho más que falta aún, es permitido a los civilizadores […] Para esta prensa el francés maquinista que cae atravesado por una bala es digno de compasión y duelo; lo llama desgraciado, y ve rodar 400 cabezas argentinas y no derrama una lágrima, no muestra el menor sentimiento por la propia sangre; no hay pensamiento de nacionalidad, una palabra de dolor sobre la tumba de 400 hermanos […] La prensa de Montevideo es completamente franco inglesa, y el pueblo argentino quiere y siente la necesidad de una que sea suya, teniendo elementos americanos que bastan ellos solos, sin mezcla extranjera, para triunfar sobre Rosas: pero al poder material que avance contra él, debe asociarse el poder moral, porque esa empresa no es solo del sable; este sólo ha conseguido la mitad del triunfo, y más de una vez ha sido nuestra ruina el empleo de un solo medio. Queremos, pues, un escritor que no deprima a Rosas sin motivo ni alabe a Paz sin merecerlo”.
Las palabras de Chilavert resultaron un escándalo para los unitarios montevideanos. No era cualquiera Martiniano. Había sido el Jefe del Estado Mayor de Lavalle en su “Campaña Libertadora” hacía muy pocos años atrás. Era la voz de un hombre comprometido con la causa. De un héroe. De alguien que había sangrado y sudado por el unitarismo. Un hombre que quebraba su lógica de grupo, que iba en contra de lo que pensaban los suyos, que enfrentaba el pensamiento cursi de la manada y se permitía hacerse preguntas. Dudar. Reflexionar libremente. Volver a pensar. Se debatía en esa cuestión fundamental de la identidad. ¿Ser fiel al grupo? ¿A las propias convicciones? ¿A la Patria? Se preguntaba Martiniano, mientras en Montevideo comenzaban a hablar mal de él a sus espaldas. A cercarlo ideológicamente, a sospechar de su entereza moral.
VII
¿En qué momento un hombre se convierte en un traidor? ¿Cuándo duda? ¿Cuándo afirma? ¿Cuándo actúa?
VIII
Seis meses después de la batalla de Obligado, Martiniano tenía claras sus convicciones. Iba a dejar de ser unitario para pasarse a la filas enemigas. Él, que había combatido a la tiranía durante lustros, ahora escribirá las palabras más difíciles de su vida: la carta en que se declara un traidor. El 15 de abril de 1846 se dirige al gobierno de Montevideo:
“Don Martiniano Chilavert, de nacionalidad argentino, coronel de Artillería de la República, ante V. E. con el mayor respeto expone: que ha servido durante nueve años a la República, sin que los más amargos sinsabores, ni las más atroces calumnias, ni injustas proscripciones hayan disminuido su ardiente celo y su constante adhesión a la causa que sostenía, pues consideraba en ella envuelta la dicha de la Patria; objeto de todos sus conatos y el más enérgico sentimiento de su corazón.
Más ahora, Exmo Señor, esa misma Patria querida a la que sirvo desde la edad de quince años, se ve hostilizada por dos formidables potencias y, a su juicio, amenazada en sus más altos intereses, en su dignidad, en su gloria y en su futura prosperidad.
Estas razones, y ser opuesto a sus principios combatir contra su país unido a fuerzas extranjeras, sea cual fuere la naturaleza de gobierno que lo rige, lo han decidido a retirarse a la vida privada, a cuyo efecto a V.E. suplica se digne concederle la absoluta separación del servicio.”
Para sus enemigos esa renuncia era una defección, pero para Martiniano seguía teniendo gusto a poco. En Montevideo la carta produjo escozor. Sus antiguos camaradas ya lo empezaban a señalar como traidor. Y lo era Chilavert en cierto sentido. Había traicionado una idea que ya no era la suya, un grupo al que no pertenecía. Y había sido fiel a sus convicciones, a lo que él consideraba era su patria. Acompañaba el gesto sanmartiniano de apoyo a Rosas en su defensa de la soberanía nacional frente a las potencias extranjeras. El viejo general le legaría su sable al Restaurador, Martiniano, su brazo fuerte.
El 11 de mayo escribió una vibrante carta al jefe del Ejército Confederado, Manuel Oribe:
“En todas las posiciones en que el destino me ha colocado, el amar a mi país ha sido siempre el sentimiento más enérgico de mi país. Su honor y su dignidad me merecen un religioso respeto. Considero el más espantosos crimen llevar contra él las armas del extranjero. Vergüenza y oprobio esperan al que así proceda, y en su conciencia llevará eternamente una acusación implacable, que sin cesar le repetirá: ¡traidor, traidor, traidor!
Conducido por estas convicciones me reputé desligado del partido a quien servía, tan luego como la intervención binaria de la Inglaterra y la Francia se realizó en los negocios del Plata, y decidí retirarme a la vida privada, a cuyo efecto pedí al gobierno de Montevideo mi absoluta separación del servicio, como se impondrá V. E. por la copia de la solicitud que tengo el honor de acompañar […]
Vi propagadas doctrinas que tienden a convertir el interés mercantil de la Inglaterra en un centro de atracción al que deben subordinarse los más caros de mi país, y al que deben sacrificar su honor y su porvenir. La disolución misma de la nacionalidad se establece como principio […]
El cañón de Obligado contestó a tan insolentes provocaciones. Su estruendo resonó en mi corazón. Desde ese instante un solo deseo me anima: el de servir a mi Patria, en esta lucha de justicia y gloria para ella. Todos los recuerdos gloriosos de nuestra inmortal Revolución en que fui formado se agolpan; sus cánticos sagrados vibran en mi oído. Sí, es mi Patria, grande, majestuosa, dominando el Aconcagua y Pichincha, anunciándose al mundo para esta ínclita verdad: existo por mi propia fuerza. Irritada ahora por injustas ofensas, pero generosa, acredita que podrá ser quizás vencida, pero que dejará por trofeos una tumba flotando en un lago de sangre, alumbrada por las llamas de sus lares incendiados.
Al ofrecer al gobierno de mi país mis débiles servicios por la benemérita mediación de V. E. nada me reservo; lo único que pido es que se me conceda el más completo y silencioso olvido sobre lo pasado. No porque encuentre en mi conducta algo que me pueda reprochar. ¿Podrá un hombre deprimir al partido a quien sirvió con el mayor celo y ardor, sin deprimirse a sí mismo?”
Martiniano Chilavert, se nota en sus trazos fervorosos y dignos, es un traidor de una integridad absoluta.
IX
A principios de 1847, Chilavert ya se encuentra en Buenos Aires. Rosas le da el alta en el Ejército de la Confederación y le mantiene el cargo de coronel de Artillería. Hace exactamente dieciocho años que Martiniano no pisa el suelo natal. Y su regreso es una vuelta extraña: a sus espaldas deja el desprecio de sus antiguos compañeros de armas; por delante tiene la desconfianza de los federales que, si bien sienten como una victoria política y propagandística tener al segundo de Lavalle entre sus propias filas, todavía desconfían de las razones por las que ese aguerrido militar se diera vuelta.
Cómo regresa a su patria un hombre que la ha extrañado durante dieciocho años, que ha combatido en sus tierras pero que nunca se ha asentado. Qué odios, qué rencores guarda el que ha sido obligado a extrañar a su patria durante tantos días y tantas noches. Y qué vergüenzas, qué dolores, qué remordimientos lleva en conciencia aquel que un día se da cuenta de que ha vivido equivocado. Ese hombre, con ese peso en la espalda, es Martiniano Chilavert, el coronel de los artilleros, que ahora se encuentra frente a frente con Juan Manuel de Rosas, ese tirano que detestaba, y que sin embargo lo ha cautivado en su casa de Palermo, con su ojos férreos y su conversación parca pero amena.
Y también halla un país diferente del que había imaginado en Río Grande por la prensa de Montevideo: la Buenos Aires federala es una ciudad segura por el exceso de fuerzas de seguridad y con más de dos mil comercios. La Ley de Aduana sancionada en 1835, junto con el bloqueo anglofrancés, había favorecido al artesanado y a la incipiente industria del país: la azucarera en Tucumán, la textil en Córdoba y los astilleros en los puertos de Santa Fe y Entre Ríos, Corrientes y La Boca. En 1846 se instaló la primera fábrica a vapor, pero ya había más de cien empresas manufactureras, dos fundiciones y más de 700 talleres que trabajaban el cuero. Cuando se abrió la exportación, aumentaron los salarios internos y la migración del campo a la ciudad. La Confederación tenía Bolsa de Comercio, una Casa de la Moneda fuerte, sin deuda externa, un banco de la provincia que emitía moneda garantizada por el Estado y las exportaciones, entre 1829 y 1849 se habían triplicado.
Chilavert se sorprende con el gobierno federal. Y comienza a hacer militancia epistolar: le escribe a sus ex camaradas unitarios en Montevideo y se cartea con Juan Bautista Alberdi, el intelectual más interesante de esa generación, exiliado en Chile. Le escribe al tucumano: “Nunca, jamás, el amor a la Patria ha sido ni más enérgico ni se ha hallado más profundamente radicado en el corazón de los argentinos que en esta época. Dos naciones poderosas prevalidas de su fuerza y de nuestra desgracia atacan nuestra independencia e intentan ponernos condiciones vejatorias y contrarias a los altos intereses y glorias de la Confederación. El general Rosas repele esta agresión –argumenta apasionado–. ¿Habrá un pecho que se precie de ser argentino insensible a la magia de esta sublime y gloriosa situación? ¿Por qué, pues, no vienen a tomar parte en tan honrosa lucha? La puerta está abierta para todos, el general Rosas no excluye a nadie, para todos hay lugar […] Usted, que tiene influjo sobre muchos de esos jóvenes, hábleles a nombre de la Patria: estoy seguro que sus palabra serán oídas.”
Desde Montevideo las respuestas eran unísonas: “El traidor Chilavert” lo llamaban.
Y Martiniano respondía furioso: “¡Miserables que os ufanáis de la más exquisita inmoralidad! ¡Me llamáis traidor porque no os acompañé en vuestra carrera de crímenes y de deshonra! Yo haré ver que lo sois vosotros, inveterados traidores, falsarios, manchados con todos los crímenes y sin el menor sentimiento de honor. Infames cobardes que habéis preferido vender vuestra Patria al extranjero antes que sufrir las penalidades del destierro […] ¿Y sois vosotros los que me llamáis traidor? ¿Y por qué? Porque he ofrecido a mi patria mis débiles servicios en esta cuestión santa, de justicia y de gloria para ella. Sabed, pues, que este dictado es el timbre más honroso de mi vida […] No os aflijáis, llegó el tiempo de los desengaños para todos, y vuestros hijos os maldecirán por las ignominias que les legáis.”
X
Día de gloria. El 26 de febrero de 1850. Nunca Argentina había sido tan digna como esa mañana soleada. Primero se escuchó el cañonazo de uno de los barcos ingleses que pasaba frente a la bandera azul –no celeste– y blanca de la Confederación, luego vendrían veinte cañonazos más y finalmente, otros veintiuno de la escuadra francesa. Los porteños hinchaban sus pechos orgullosos y festejaban a los gritos el espectáculo maravilloso. Las dos potencias más importantes del mundo desagraviaban el pabellón de un país perdido ubicado en el sur de América.
La Confederación había triunfado. Obligado, Tonelero, el Rosario, Acevedo y Quebracho eran los sitios donde los criollos habían demostrado su bizarría con las armas. Juan Manuel de Rosas había doblegado a la diplomacia invasora: los ríos interiores pertenecen a la nación argentina, los invasores debían abandonar todas sus posesiones –territoriales y buques robados– y antes de irse estaban comprometidos a desagraviar el pabellón nacional.
Desde el otro lado del Atlántico, el Libertador San Martín, apenas enterado de la firma del acuerdo, le había escrito a Rosas el 2 de noviembre de 1848: “A pesar de distancia que me separa de nuestra Patria, usted me hará justicia de creer que sus triunfos son un gran consuelo para mi achacosa vejez […] Así es que he tenido una verdadera satisfacción al saber el levantamiento del injusto bloqueo con que nos hostilizaban las dos primeras naciones de Europa: esta satisfacción es tanto más completa cuanto el honor del país no ha tenido que sufrir, y por el contrario presenta a todos los nuevos Estados Americanos un modelo que seguir [...] jamás he dudado que nuestra patria tuviese que avergonzarse de ninguna concesión humillante presidiendo usted a sus destinos [...] Esta opinión demostrará a usted, mi apreciable general, que al escribirle, lo hago con la franqueza de mi carácter y la que merece el que yo he formado de usted. Por tales acontecimientos reciba usted y nuestra patria mis más sinceras enhorabuenas.”
Y tres meses después del desagravio al pabellón nacional, le transmitió el 6 de mayo de 1850: “Como argentino me llena de un verdadero orgullo al ver la prosperidad, la paz interior, el orden y el honor restablecidos en nuestra querida patria: y todos esos progresos efectuados en medio de circunstancias tan difíciles en que pocos estados se habrán hallado. Por tantos bienes realizados, yo felicito a Ud. sinceramente como igualmente a toda la Confederación Argentina. Que goce Ud. de salud completa y que al terminar su vida pública sea colmado del justo reconocimiento de todo argentino. Son los votos que hace y hará siempre a favor de Ud. este su apasionado amigo y compatriota Q.B.S.M.”
Los unitarios habían sido derrotados. Los invasores habían sido humillados. San Martín, ese capitán con el que Chilavert había viajado en la Canning en 1812, había apoyado la causa de la Patria. Martiniano era feliz. Era el traidor más feliz de esta tierra.
Pero la felicidad iba a durar poco. Demasiado poco.
XI
¿Se pueden medir y comparar las traiciones? ¿Puede ser un traidor más traidor que otro?
XII
El joven historiador Pablo Camogli acierta cuando escribe en su libro Batallas entre hermanos que el combate de Caseros es el antecedente de la guerra contra el Paraguay. Explica que entre 1851 y 1852 se formó la Primera Triple Alianza, es decir el antecedente de la entente que barrió con el Paraguay –a instancias de Gran Bretaña– de Francisco Solano López. Es interesante la idea, y muy sugerente. Porque lo que dice, en realidad, es que en 1866 Argentina, Uruguay y Brasil acabaron con el último americanista autónomo que quedaba en la Cuenca del Plata. Lo que significa es que la guerra contra Rosas no es otra cosa que parte de un proceso más abarcativo: no se trata de una guerra civil entre unitarios y federales, sino de una campaña de sometimiento y disciplinamiento de los nuevos países americanos por las potencias mundiales, en este caso Gran Bretaña. De esta manera Rosas no es un simple tirano, como quiere hacerlo pasar la historiografía oficial, sino la primera de las víctimas de un acomodamiento de las piezas del continente por parte de la diplomacia inglesa, la gran titiritera.
El 29 de mayo de 1851 el gobernador de Entre Ríos y segunda espada de la Confederación Argentina, Justo José de Urquiza, firmó con los uruguayos colorados y el Imperio del Brasil una Triple Alianza para vencer al presidente legal y legítimo de Uruguay, Manuel Oribe, y derrocar a Rosas. Hacia fin de ese año, el entrerriano cruzó el río Uruguay con una tropa de 7500 hombres, cercó a Oribe que continuaba con su sitio a Montevideo y lo obligó a rendirse. En noviembre de ese mismo año, Urquiza formó –con la subvención del imperio brasileño y de Gran Bretaña– el llamado Ejército Grande que contaba con 28 500 hombres, 50000 caballos y 45 piezas de artillería. Más de un tercio de esa formación estaba integrada por extranjeros, sobre todo brasileños deseosos de vengar la vergüenza de Ituzaingó. El 3 de febrero de 1852, en el campo que iba desde El Palomar hasta Morón un Ejército Confederado de 23000 hombres y 50 piezas de Artillería esperaba al invasor extranjero unido a los unitarios.
La decisión de presentar batalla por parte de los federales la tomó personal y exclusivamente Rosas la noche del 2 de febrero, durante un consejo de guerra en el que estuvo presente Chilavert. El cónclave comenzó apenas oscureció y estaban el general Agustín de Pinedo y los coroneles Hilario Lagos, Gerónimo Costa, Mariano Maza, Pedro Díaz, Pedro Bustos, Martín de Santa Coloma y Juan José Hernández, entre otros jefes. Tomó la palabra Rosas, el tirano de ojos de celestes y pómulos colorados que amaba el pobrerío de Buenos Aires, y dijo: “Mi deber como gobernante y mi honor me obligan a dirigir la batalla que posiblemente enfrentemos mañana para sostener hasta el último trance los derechos de la Confederación; pero quiero decirles que si los jefes y los oficiales entienden que debemos pactar con Urquiza y el Brasil, a mí no me queda otro remedio que someterme a esa decisión.”
En ese momento, la sangre le golpeó la cara a Martiniano que pidió la palabra y cortó al Restaurador: “El deber de defender a la Patria es indiscutible. Yo no sabría dónde ocultar mi espada, la que la Patria puso en mis manos, si hubiera que envainarla frente al enemigo y sin combatir. Estoy resuelto a acompañar al Gobierno hasta el momento final y pienso que es una gloria inmarcesible morir al pie de mis cañones. La suerte de las armas es variable como los vuelos de la felicidad que el viento de un minuto lleva del lado que menos se pensó. Si venceremos, entonces, yo me hago eco de mis compañeros de armas, para pedirle al general Rosas que emprenda inmediatamente la organización constitucional. Si somos vencidos, nada pediré al vencedor; que soy suficientemente orgulloso para creer que él pueda darme gloria mayor que la que puedo darme yo mismo, rindiendo mi último aliento bajo la bandera a cuya honra me consagré desde niño”.
XIII
¿Pueden las palabras de un traidor estar tan cargadas de heroísmo?
XIV
Rosas lo mira y extiende su mano derecha: “Coronel Chilavert, es usted un patriota; esta batalla será decisiva para todos. Urquiza, yo, o cualquier otro que prevalezca, deberá trabajar inmediatamente la Constitución Nacional sobre las bases existentes. Nuestro verdadero enemigo es el Imperio del Brasil, porque es Imperio.”
Chilavert entonces expone su plan: “Urquiza, en vez de conservar su comunicación con la costa norte con la escuadra brasilera y, por consiguiente, con las fuerzas brasileras que guarnecen la Colonia, ha cometido el error de internarse por la frontera oeste de Buenos Aires, aislándose completamente de sus recursos y sin asegurar la retirada en caso de un desastre. Probablemente, al proceder de un modo tan contrario a la estrategia, se ha dejado arrastrar demasiado de la seguridad que le daban de que las poblaciones y la opinión se pronunciarían a favor de los aliados a medida que estos avanzasen, dejando a su retaguardia poderosos auxiliares de su cruzada. Pero no sabemos de un solo pronunciamiento a favor de los enemigos: por lo contrario, desde que pasó el Paraná hasta el día de ayer, y por regimientos, por escuadrones y por partidas más o menos numerosas, se han pasado del enemigo a nuestro campo aproximadamente 1500 hombres. El enemigo está frente a nosotros, es cierto, pero está completamente aislado, en un centro que le es hostil, en una posición peligrosísima para un ejército invasor, y de la cual nos debemos aprovechar. Cuantos más días transcurran tanto más fatales serán para el enemigo cuyas filas se clarearán por la deserción. Pienso que no debemos aceptar la batalla de mañana como tendrá que suceder si nos quedamos aquí, que, por el contrario nuestras infanterías y artillerías se retiren rápidamente esta misma noche a cubrir la línea de la ciudad, tomando las posiciones convenientes; que, simultáneamente, nuestras caballerías en número de 10000 hombres salgan por la línea del norte hasta la altura de Arrecifes y comiencen a maniobrar a retaguardia del enemigo, corriéndose una buena división hacia el sur para engrosarse con las fuerzas de este departamento, y manteniendo la comunicación con las vías donde pueden llegarnos refuerzos del interior. Es obvio que el enemigo no tomará por asalto la ciudad de Buenos Aires, ni cuenta con los recursos necesarios para intentarlo con probabilidades serias, ni los brasileros consentirían en marchar a un sacrificio seguro. Y entonces, una de dos: o el enemigo avanza y pone sitio a la ciudad, o retrocede hacia la costa norte a dominar esta línea de sus comunicaciones y en busca de sus reservas estacionadas en la costa oriental. En el primer caso militan con mayor fuerza las causas que deben destruirlo irremisiblemente. En el segundo caso, nosotros quedamos mucho mejor habilitados que ahora para batirlo en marcha y en combinación con nuestras gruesas columnas de caballería a las que podremos colocar ventajosamente. Y en el peor de los casos, no somos nosotros sino el enemigo quien pierde con la operación que propongo, pues para nosotros los días que transcurren nos refuerzan y a él lo debilitan”.
No estaba mal el plan de Martiniano, pero prevaleció la decisión de Rosas de dar batalla. ¿Por qué? Quizás porque el gobernador ya estaba viejo y cansado y quería una conclusión rápida. Lo cierto es que la suerte estaba echada. El cónclave pasó a estudiar la mejor estrategia para enfrentar a los imperiales en los campos de Caseros.
El 3 de febrero amanece caluroso. Insoportable. A las nueve de la mañana, Rosas recorre a caballo la formación. Luce cansado, como indiferente. Se detiene en el centro y arenga a Chilavert: “Coronel, sea usted el primero que rompa sus fuegos sobre los imperiales que tiene a su frente”. Orgulloso, Martiniano manda cargar su batería y disparar contra las filas enemigas.
Y sus baterías disparan.
Y disparan. Disparan.
Y cuando Urquiza manda a toda su infantería cargar contra el Ejército argentino, disparan.
Y cuando los orientales atacan por la izquierda, disparan.
Y cuando la batalla comienza a inclinarse del lado de los imperiales, disparan.
Cuando Benjamín Virasoro y los brasileños arrollan la derecha argentina, los cañones de Martiniano giran hacia ese flanco y disparan.
Y cuando el centro argentino se desbanda y la batalla está irremediablemente perdida, sus baterías disparan.
Y hacia las dos de la tarde, cuando Chilavert se da cuenta de que se está quedando sin municiones, manda a sus valientes artilleros a recoger las balas enemigas en el campo de batalla y continúa disparando.
Y cuando se da cuenta de que es el único sector del Ejército Argentino que todavía hace frente a los invasores, continúa disparando.
Y cuando se queda sin municiones propias, dispara las balas enemigas.
Y cuando se le acaban las bombas enemigas manda buscar piedras, y dispara.
Y, minutos después de las tres de la tarde, Martiniano manda realizar el último disparo.
Había cumplido su promesa: fue el hombre que inició y terminó la batalla de Caseros.
Exhausto, muerto de calor, destruido anímicamente, comprendió que estaba todo perdido. Por un instante intuyó su destino. Su ayudante, el sargento Aguilar, al ver que los enemigos comenzaban a avanzar, le rogó llorando:
-Coronel, lo van a matar, monte a caballo y escape, yo lo guío hasta el Maldonado…
-Mi pobre Aguilar, te perdono lo que me propone tu cariño. Los hombres como yo no huyen. Toma mi reloj y mi anillo y dáselos a mi hijo Rafael. Adiós…
En pleno desastre, Martiniano, el traidor, tuvo un último gesto de belleza y dignidad. Mientras sus soldados huían, él se paró al pie de uno de sus cañones y encendió una chala, esperando al enemigo. Displicente, bizarro, enormemente digno.
Cuando lo rodearon, montó a caballo y los miró a todos desde allí arriba. Imponente en sus gestos, Chilavert se regodeaba en su propio orgullo. Un joven capitán de infantería, José María Alaman, se le acercó por fin y tomó el caballo de las riendas, Martiniano lo escupió con su fiera mirada y apuntándole a la cabeza con su pistola, le dijo:
-Si me toca, señor oficial, le levanto la tapa de los sesos, pues, lo que busco es un oficial superior a quien entregar mis armas.
Minutos después, apareció el coronel Cayetano Virasoro, y Chilavert le dijo con ironía: “Señor comandante o coronel, me tiene usted a su disposición, sólo le prevengo que sufro de hemorroides, así que antes de bajarme del caballo, hágame pegar cuatro tiros…”.
XV
¿Qué podrán decirse un héroe y un traidor en una habitación a solas?
XVI
Día 4 de febrero de 1852. Rosas renunció por la noche. Urquiza, los unitarios y los brasileños son dueños de la Confederación Argentina. Chilavert pasó la noche encarcelado. Apenas pudo dormir. Esa mañana, el jefe de los invasores que ocupó la casa del Restaurador en Palermo, manda llamar a Martiniano.
Cerca del mediodía, los dos traidores se miran a los ojos. Los dos tienen alrededor de cincuenta años. Urquiza es morrudo, de labios gruesos, mirada de perro sabueso, mentón ancho, frente despejada, con un extraño mechón de pelo que le surca la cabeza e intenta ocultar la calvicie. Martiniano es magro, de cabellos encanecidos, bigotes tupidos oscuros y tiene la mirada altiva. Es soberbio. Nadie sabe lo que se dijeron entre esas cuatro paredes.
Seguramente, el entrerriano federal acusó de traidor al porteño unitario. Y Martiniano le contestó que él volvería a ser lo que hizo una y otra vez. Y soberbio, pasó al ataque; le dijo que el único traidor en esa habitación era Urquiza que había recibido 100000 pesos de los brasileños para volverse contra su patria. Son especulaciones. Nadie sabe de verdad qué ocurrió. Excepto que el entrerriano traidor abrió la puerta con la cara desencajada, los ojos desorbitados y ordenó a los gritos:
–¡Fusílenlo! ¡Qué lo fusilen de inmediato!
Martiniano sólo atinó a mirarlo con desprecio. A humillarlo con la sonrisa de los valientes.
Y marchó detrás de sus asesinos. El héroe le dio la espalda al traidor y comenzó a caminar rumbo a su propia muerte.
Sin que Chilavert lo oyera, Urquiza bajó la mirada y cabizbajo completó hosco:
–Por la espalda, como a los traidores infames…
El mayor Modesto Rolón hizo una mueca de sorpresa. Martiniano caminaba sereno por los jardines de Palermo. Cuando llegaron al improvisado patíbulo, pidió unos minutos para rezar, para reconciliarse con su Dios. Camino lentamente, repitiendo la oración que su madre le había enseñado allá lejos, en la España de su infancia. Luego se quitó el poncho y el sombrero y se los regaló a los soldados que lo iban a fusilar. Finalmente, se sacó los tiradores y los arrojó al suelo junto con un paquete de cigarrillos: “Hay algo de dinero, repártanselo”, les dijo con mezcla de generosidad y desdén a sus verdugos.
Se paró de frente a los tiradores y les ordenó:
–Pueden tirar, ya estoy listo…
Entonces, una voz abochornada le dijo:
–La orden es de espaldas, coronel…
Martiniano bufó, abrió sus párpados colérico, se llevó las manos a la cabeza y se apretó las sienes. Cuando bajo los brazos, estaba convertido en una fiera. Cuando un oficial se le acercó para ponerlo de espaldas, el volcán de coraje estalló con su lava ardiente de gritos, insultos, puteadas, trompadas y patadas. El oficialito salió despedido de un golpe:
–Tirad, tirad, ¡carajo! –gritaba enceguecido golpeándose el pecho como enrabiado–. Al pecho, cagones, ¡que así muere un hombre como yo!
Ante tanto valor, los fusiladotes bajaron sus fusiles. Una voz marcial los contuvo. Chilavert continuaba gritando. Los soldados cerraron los ojos. La escena se hacía interminable. Hasta que sonó un disparó. Martiniano sintió el golpe en la cabeza, la sangre de la frente le empapó el rostro, se tambaleó, pero siguió desafiando a los gritos a sus matadores. Se produjo una macabra danza en que un hombre se batió contra sus asesinos. Lo intentaron amarrar para rematarlo. Pero al héroe, al traidor, aún le quedaba vida para pelear desarmado. Lo rodearon, lo golpearon con palos, le pegaron culatazos, le hundieron las bayonetas en su cuerpo, le abrieron la cabeza de un sablazo. Pero Martiniano seguía parado, peleando, sin entregarse.
Hasta que cayó de rodillas. Su cuerpo abierto, sus ropas desechas, su sangre manando incontenible. Los perros asesinos dieron un paso hacia atrás, lo dejaron solo en su agonía. Su cuerpo se convulsionaba, todavía peleaba contra el irrefutable final. Ya no tenía preguntas. Su carne magullada, sus huesos quebrados encontraban la certeza de una muerte digna. Martiniano llevó por última vez sus manos al pecho y antes de caer boca abajo, susurró, expulsando los coágulos de sangre de su boca:
–Tirad, tirad al pecho, hijos de puta.
Publicado por el diario Tiempo Argentino el domingo 21 de noviembre de 2010
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