Como mi cumpleaños cae hoy, desafortunadamente a media semana, se me ocurrió festejarme (digo bien festejarme porque nadie sabía tal cosa) por adelantado el pasado domingo, colándome en el almuerzo especial de fin de mes que acostumbran unos parientes. No es que estaba gorreando en tal reunión, sino que fui expresamente invitado por mi prima anfitriona. Sabiendo que se iban a degustar unos vinos me apunté al instante y ni siquiera se me ocurrió preguntar por el menú como usualmente hago. Por un buen vino sería capaz de ir a buscarlo en la misma cava del diablo.
Para no llegar con las manos vacías me ofrecí de voluntario para aportar unos refrescos naturales. En el refrigerador se me acumulaba hace una semana una media cuartilla de tumbos maduros y qué mejor ocasión para aprovecharlos, me dije, mientras procedía a lavarlos a media mañana. Preparar para mí solo nunca me ha llevado más de quince minutos, pero ya para una veintena de comensales había sido trabajosa la faena de pelarlos, licuarlos y pasar la pasta líquida por un fino colador me tuvo atareado un buen rato. Con todo, me salió una provisión de unos siete litros que, según me informaron más tarde, fue un éxito arrollador pues no quedó ni una gota sobrante. Las variadas gaseosas que quedaron, algunas sin abrir, dan fe de ello. ¡Qué tipo más bajo! diría un primo, al estar alabando mi pan, digo mi agua. Pero vean ese atractivo color naranja de la jarra con esa fragancia exótica que tienen las frutas que son de la familia del maracuyá. Y de su insuperable sabor ni hablemos, con decir que si yo me mudara a un país extraño, llevaría, aunque sea de contrabando, unas semillitas de mi adorado tumbo como si fuesen habichuelas mágicas.De entrada nomás nos recibió un oloroso chairo paceño. Qué delicia de sopa con neutrales granos de maíz blanco pelado que resaltan aun más el inimitable sabor terroso del chuño desmenuzado. Un insignificante fruto de la Pachamama (papa liofilizada, llaman los entendidos) es hoy uno de los manjares de la cocina nacional. Era imposible no repetir semejante potaje ancestral que, por el color, parece brotar de la tierra misma. iba a agradecer a los dioses andinos por tan magnífica herencia pero extrañe sobremanera las habas verdes que resaltan el contraste con los negros chuños y los maices blancos. Por un momento pensé que era víctima de “descolonización” alimentaria, pero había sido simple consideración hacia los chicos que no comen verduras, se justificó la cocinera.
Despues de tan suculenta y doble ración de sopa me tuve que esforzar para no despreciar el plato fuerte. El chuletazo de res sabía bien, con choclos fuera de temporada y ensalada estilo griego (tomates, cebollas y quesillo desmenuzado), si no fuera por el desempate oloroso que ofrecen unas buenas hojitas de quirquiña. Brindamos a la salud de ninguno y de todos. La tarde se antojaba calurosa y sumamente larga. El vino me hizo efecto. A hurtadillas rajé de allí para entregarme a una buena siesta. Que más tarde llamaron al café con empanadas y cuñapés ya no me apeteció.