Me cansé de ver en sus ojos una culpa que ahora entiendo no era mía.
Le saqué los ojos, los puse en una copa y brindé con su mirada por la génesis de una felicidad que nacía con su muerte; y en las oquedades de su rostro proyecté lo que nunca vi en sus ojos. Me di un cálido abrazo con sus brazos cercenados, y escribí con los dedos de sus manos sangrantes el conjuro de mi nombre. En su boca, sólo atiné a colocar una rosa que lentamente deshojé, sintiendo que cada pétalo que caía, era una lágrima de su cuerpo. Cuando terminé de asesinarme…dejé de mirarme en el espejo.
Daniela: Para María