Su rostro contemplaba los dibujitos en el fuego de la vela en esa tortita pequeña. Y sólo con un desvío de mirada ella miraba con su rostro inocente a los niños de su edad, alrededor de ella esperando a que se reparta la pequeña torita. Y al terminar la canción de honor a la cumpleañera los muchachos con entusiasmo hicieron la colita desordenada al frente de la mesa. Mientras la cumpleañera repartía su torta a sus amiguitos, ella se quedó sin un pedazo alguno.
Al irse los niños, la niña sonrió cansada mientras se quedaba dormida. Su padre la acomodó en el colchón del cuarto. Al abrir sus ojitos la niñita notó el yanto sigiloso de su padre. Y como hija preocupada se levantó cansada y abrazó a su padrecito, y con esa vocecita sencilla le agradeció a Dios por el regalo más grande que ella nunca pidió: su padre. El hombre con barba mal afeitada, la abrazó como cuando su esposa los abandonó y le repitió esas palabras que le dijo antes. Él no dejaba de abrazar a su bebé ni de acariciarla con su poca ternura. Sus manos ásperas rozaban el rostro de la niña, y ésta se echaba en su pecho. El padre cogió a su niña y la echó, otra vez, en el colchón. La tapo con una mantita. Y lloraba en silencio mientras veía a su hija durmiendo sin haber comido algo.
Salió corriendo sin parar. Asesinó a un hombre quitándole todo lo valioso. Con el dinero en la billetera consiguió una tortita pequeña. La llevó a casa y despertó a Anita.
-Gracias papito.
-Come hijita, come…
Sonrió cansado, culpable; y la niña sonreía alegre y satisfecha.