Paquito nació primerizo y sietemesino. Llegó antes de tiempo, este hecho fue una constante en su vida. Durante todos sus días sufrió de puntualidad crónica y compulsiva, siempre llegaba cinco minutos antes, que sumados a los quince que, según el Instituto de Estadística, se llega con retraso en la zona de prospección del organismo mensurador, debía esperar un mínimo de veinte minutos. Esa espera resultaba insoportable y dañina y le fue agriando el carácter hasta hacerlo insoportable. Paquito, ya don Paco, acabó sus días renegando de la especie humana, desahuciado por la ciencia y recluido en un sanatorio regentado por las Hermanitas de la Caridad; lo llevaron sus deudos tras haber destruido —meticulosamente y con un piolet— todos los relojes de su vivienda y ciscarse públicamente en Cronos.
Paquito, como decimos, nació sietemesino. Parecía un consejo desollado, lo tuvieron que meter entre botellas de gaseosa llenas de agua caliente que hicieron las veces de incubadora. Los envases de la bebida llevan un tapón cerámico accionado por una especie de muelle muy aparente e icónico, la estanquidad del tapón, necesaria para que el refresco carbonatado no pierda el gas, se consigue con una junta plana de color naranja que se coloca entre el tapón y el gollete del envase. Estas piezas flexibles se llaman corchetas y van muy bien para equilibrar el vuelo de las chapas, junto con la cera de abejas. Las mejores, dicho como servicio e interés público, son las de los botellines de vermut italiano de las casas Martini y Cinzano. Paquito fue el primero de los nietos y sobrinos de su familia. Tras el precoz alumbramiento los tíos pasaban a verlo, de uno en uno, con gesto serio, cabeceando y sin poder contener las lágrimas: no llegaría a la noche.
Afortunadamente para Paquito y para este relato, las botellas de gaseosa y los rosarios de la abuela obraron el milagro y la criatura levantó el vuelo. Pero como por todo hay que pagar un precio, a Paquito aquellos meses entre cristal, lamparillas de aceite y llantos le dejaron una secuela: las orejas se le quedaron separadas del cráneo y completamente perpendiculares a la testa. Si tuviéramos que describir gráficamente el hecho, dijéramos que su cabeza parecía un azucarero; o un seiscientos con las puertas abiertas.
Con la abuela en el corral, y mientras esta cazaba alguna gallina para una pepitoria era capaz de medirse las orejas treinta y cinco veces, sin inmutarse por el sangriento espectáculo. La abuela era una fanática de las gallinas Leghorn, raza rústica, muy prolífica y capaz de poner unos 300 huevos al año. Pero de vez en cuando, sobre todo en fiestas señaladas le retorcía el cuello a alguna.
—¿Qué haces Paquito? —le decía la abuela mientras decapitaba la gallina.
—Me mido las orejas.
A los pocos meses se le pasó a Paquito la preocupación orejil. Le pusieron gafas —muy monas, de pasta negra, hacían juego con el lacito de la misma guisa que el del sheriff Will Kane con el que su mami le ornó el cuello— y el desasosiego se le mudó: que no feneciesen los recientes anteojos de un cantazo.