A continuación contaré una historia que me ha sucedido hace tres días, que al principio encendió mi furor y al final terminé muy adolorida.
Tengo una hija que acaba de culminar la escuela secundaria y debía presentarse al examen final del ciclo de estudios de educación secundaria, el cual es esencial para ingresar a la universidad u otros grados de educación superior.
Bien, llegar hasta aquí ha sido un trabajo muy duro durante cinco años, un adolescente que haga la escuela secundaria en Italia, mención ciencias y a su vez con IGCSE (Certificado General Internacional de Educación Secundaria) el cual consiste en combinar los programas de italiano con la enseñanza en inglés, según los programas de inglés del IGCSE, de tres disciplinas: matemáticas, geografía e inglés como una segunda lengua, tendrá una carga estudiantil tan pesada, que le exigirá dedicación exclusiva, dificilmente podrá compartir los estudios con actividades extracurriculares y habrá tanto estrés que terminará convirtiéndose en estrés crónico.
Bajo esta fuerte presión estuvimos mi hija y yo, me incluyo, porque tuve que lidiar con sus ataques de ansiedad, crisis de llanto, depresión, estrés crónico, conversaciones infinitas de cómo hacer frente a un sistema educativo hostigador, asfixiante, competitivo sin piedad, un azote que oprime a los jóvenes de este país, que parece no tener salida, se vive o quedas fuera del sistema educativo formal.
Se acercaba el tan temido examen final, un monstruo devorador que amenazaba con dar el zarpazo final, un trabajo de investigación con su respectiva función matemática, el cual debía conectarse con las asignaturas vistas más un examen oral de todo el contenido que se había visto durante el año académico, tiempo de duración de una hora, ante una comisión de siete profesores.
Llegado el día del examen, nos presentamos ante la citada comisión y mi presencia allí valdría como testigo, testigo de semejante escenario, el cual está prohibido registrar y/o hacer fotos.
Comienza la defensa del trabajo de investigación, mis ojos se posaban sobre mi hija con orgullo y admiración, porque allí estaba ella, una jovencita frágil y delicada enfrentando un monstruo devorador, el calor húmedo del verano de unos 34ºC nos envolvía a todos en ese recinto carente de aire acondicionado, y especialmente a ella que declaraba sus conocimientos con gotas de sudor mezcladas con cortisol.
Le siguió un interrogatorio sorpresa, donde no quedaba sino apelar por una parte a la memoria y por otra parte a los conocimientos generales de actualidad y cultura, del que débilmente el estudiante se nutre en un sistema en el que todo se estudia de memoria y no te permite siquiera vivir genuinamente experiencias culturales por falta de tiempo.
Abrumada por tanta información, la falta de palabras para hilar bien el discurso no tardaron en hacerse notar, los nervios comenzaron a tener control, los movimientos repetitivos del cuerpo, las muletillas, en fin, esto no estaba andando bien.
El monstruo devorador trataba de ser amable, pero su amabilidad compite abiertamente con sus funciones, el de tragar al que no sepa responder de acuerdo a sus estándares.
Al ver semejante escena, mi corazón se comprimía y mi rol de testigo llegó a su fin, me retiré 10 minutos antes de que culminara el examen, con gran tristeza y entre lágrimas difíciles de mantener, esperé a mi hija afuera.
Mi hija se había preparado mucho para este examen, pero para enfrentarse a un monstruo como este no basta preparación, se requiere una fuerza poderosa que lo limite, algunos estudiantes entran en su boca y son devorados y otros entran en una cápsula como si fuera un escudo protector, recibirán golpes en el rostro, despellejándolo y haciéndolo sangrar, gimiendos de dolor pero no serán devorados, y todo esto me hace recordar aquellas líneas del libro sagrado que dicen "... en apuros, pero no desesperados, perseguidos, mas no desamparados, derribados pero no destruidos" (2ª de Corintios 4: 9), porque una fuerza poderosa habrá puesto límites y ante todo eso le daré gracias a Dios.
¡Hasta la próxima!