Revista Literatura

Un billón de páginas

Publicado el 13 enero 2011 por B
Es difícil de explicar. Qué es lo que te lleva a hacerlo. Quizás es por esa obsesión de perdurar en el tiempo. Madame Bovary lo consiguió hace mucho, y la pobre era una tonta. Y ahí la tienes, secuestrada, aprisionada en el salón, como a tantos otros. De tus manos a la madera, y de la madera a tus manos. No les dejas salir de paseo, no quieres que viajen, no quieres que respiren, te niegas a que otros dedos los toquen. La paradoja de tu vida; tú, que no quieres que le den a otros lo que ellos te han dado a ti. Porque piensas que no se lo merecen, que merecerse a los libros es quererlos desde pequeños, saber enseguida sus defectos, anticiparte a ellos, buscarlos, buscarlos como una loca. Igual no es tan difícil de explicar. Es cazar. Como un soldado, como un mercenario, como un león. Con el colmillo goteando de placer cuando pones un pie en la calle y sabes que te vas a llevar una buena presa. Que el disparo va a entrar limpio y la bala va a matar en un segundo. Sin carnicería, sin dolor. Sin que se entere. El trabajo perfectamente hecho. Tú lo posees. Nadie más. La búsqueda silenciosa e incansable, el polvo acumulado, la espera paciente a que aparezca debajo del montón de esa esquina. La primera edición de 1954 de El noventa y tres, de Víctor Hugo, sólo llevó dos horas. Peter Pan en los jardines Kensington, ilustrado, tres semanas. La primera edición del cincuenta aniversario de El Principito, en francés, con los manuscritos y los bocetos de los dibujos, un dinero que no tenía. Se reduce todo a lo primitivo. Al celo, a la posesión. Lo tengo, es mío, y no me lo van a quitar. Por eso viajas con ellos, te los llevas en cajas, como sea, a tu nueva ciudad, a tu nueva casa, a tu nueva vida. Y los colocas siempre en su sitio, juntos, con un orden no lógico, Carver con Salinger, Trueba debajo de Marías, Shakespeare y Grimm en los estantes altos, que si no no caben. Los maestros, Cervantes, Lope, Quevedo, Calderón, Clarín, Galdós, Hernández, Machado, Lorca, Salinas, Aleixandre, todos juntos en el salón. Faulkner con Faulkner, la duda ofende. Elena Fortún con Enyd Blyton, arriba a la derecha, pero sabes que es injusto, quieres mucho más a Celia que a Jorge y Tim. En el pasillo, los chicos buenos y tristes. Kundera, McCarthy, Márquez, Claudell. Abajo, de Diennes y sus fotos. La colección de Esquire tumbada. Los clásicos en el centro; metamorfosis y odiseas imposibles. Y podríamos explicar unos centenares más. De cuentos, de diccionarios, de ensayos, de colecciones. Muchos viejos, con las tapas despegadas, desgastadas, pero sin esquinas dobladas, sin una sola palabra subrayada. Iguales y tan distintos que el primer día que cayeron en tus manos. Con las mismas palabras, las mismas comas, el mismo final, el significado completamente distinto. Por eso también se guardan los libros. Para volver a leerlos. Para aprender cosas viejas, para engañarse con nuevas. Para convencerte de que puedes dejar de oír por un minuto a Borges (desde el primer estante de la izquierda) decirte que ya somos el olvido que seremos.

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