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Un copiloto para toda la vida

Publicado el 03 diciembre 2009 por Bloggermam
Un copiloto para toda la vida
Mi autoestima había tocado fondo. El cúmulo de circunstancias personales, el clima, la gente, un lugar hostil para alguien de mi oculta sensibilidad habían carcomido mi seguridad como un viejo mascarón de proa.
Tan evidente era mi estado que mi marido accedió al antiguo deseo de tener un chihuahua. De modo que acudimos a un supuesto criadero en el que los pobres cachorros comían sólo cuando había visita. A pesar de que el lugar invitaba poco al romanticismo, mis ojos se cruzaron con los de una criatura especial, que con su profunda mirada melancólica me cautivó desde el primer momento.
Le decían Pajarito, porque la suma de su debilidad y lo insalubre del lugar, hacían que el propietario del criadero tuviera la certeza de que sólo era cuestión de tiempo que llegara la mañana en que encontraran al cachorrito sin vida.
No recuerdo cómo llegamos al coche, pero lo que no podré olvidar es cómo él, en mi regazo asomó la cabeza, observó el coche, miró a mi marido, me miró a mi, suspiró y se relajó. En ese gesto fue él el que eligió llamarse Pancho.
A partir de ese momento Pancho, se convirtió en el confidente de mis lágrimas, en el causante de mis sonrisas y en el revulsivo de mi férrea determinación de luchar de nuevo.
Pero el camino no fue fácil y durante muchos meses tuve que cuidarle casi como a un bebé para poder superar la falta de apetito que le había provocado el parvo-virus. La incomprensión de quién antepone las vacaciones al cuidado de un ser que sólo te pide un poco de cariño y de cuidados, sólo alimentó aún más mi cariño hacia Pancho, redoblando mis esfuerzos por conseguir que se convirtiera en un chihuahua fuerte y lleno de vitalidad.
Puede que me excediera en mis cuidados y humanizara a Pancho hasta el extremo de convertirlo en un elegante sibarita, que despreciaba cualquier tipo de jamón que no fuera cinco jotas.  O que marcara con la exactitud de un reloj atómico las horas en las que debía dar sus paseos. Pero yo ya no lo veía como un perro. Él era mi tabla de salvación, el que siempre estaba a mi lado y el acicate; que entre juegos, risas y cariño; me hizo tomar el aire necesario para romper con aquel sombrío lugar que se esforzaba por marchitarme antes de tiempo.
Volvía a ser yo misma. Una mujer decidida y luchadora. Una mujer que había sacado en solitario y sin ningún tipo de ayuda a un hijo que volaba solo hace tiempo. Una mujer a la que la adversidad sólo le provocaba ganas de superarse. Una mujer dulce y sensible con coraza de gladiador romano. Tal era así que tuvo que ser alguien con un olfato especial el que encontró ese recóndito lugar de mi ser en el que estaba escondida esa coraza, junto a  las ganas de ponérsela.
Aquella tarde de invierno en mi afán por evadirme había intentando colocar los armarios para dejarlos tal y como estaban al principio. Frustrada, me senté en la cama mientras Pancho se esforzaba en consolarme lamiendo mis lágrimas, y dándome empujones para que cambiara el llanto por el juego. Aparentemente se enfadó y sentí como sus patitas hacían ese ruido característico por la tarima hasta la otra habitación que también me había esforzado en descolocar. Oí como urgaba entre los papeles de las cajas que había dejado en el suelo y me extrañó porque Pancho siempre fue el ejemplo de buen chico que nunca rompe nada. Me levanté enfadada, “Sólo faltaba que también tú me empezaras a fastidiar ahora”, y cuando llegué a la habitación me encontré que él sujetaba en su boca una foto. Una foto de hacía un millón de años, en las que estaba sonriente, llena de vida, feliz con mi melena movida por la brisa y bañada por un luminoso mar.
Me quedé estupefacta y de inmediato comprendí que ese sol que tanto necesitaba un perro oriundo del desierto mejicano, también era el que yo necesitaba. La decisión estaba tomada. Había que regresar al mar de inmediato.
Mi marido no pudo objetar nada ante mi recién adquirido empuje, al contrario se mostró completamente entregado a la tarea de empezar de nuevo, aunque sólo se tuvo que limitar a tareas físicas, porque todo el plan salía de mi cabeza  de forma contundente.
En una semana ya estaba organizada la  huida. Sólo nos llevaríamos lo imprescindible, para no tener que demorarnos. Sólo lo que cupiera en los coches. Sólo lo imprescindible para refundar un hogar en un destartalado apartamento playero alquilado por una temporada .
De modo que una fría madrugada de Enero me vi a los mandos de mi diminuto Chevrolet Spark, con una mastodóntica televisión como único equipaje y con un chihuahua de copiloto. Mi marido me seguiría con el coche grande cargado como un emigrante marroquí a tres horas de distancia para que no tuviera que forzar más de la cuenta un coche con sólo tres cilindros y ruedas que parecen de juguete.
En ese momento en el que me quedé sola ante mi destino el pánico se apoderó de mi. Era una locura. Miré a mi derecha y me encontré a Pancho sentado en el asiento del copiloto mirando con determinación al frente. Giró la cabeza para mirarme y me regaló uno de sus autoritarios estornudos. “¡Vamos arranca ya!”.
Aceleré con desdén hacia la niebla y el hielo que parecían negarse a mi partida. La suerte no estaba echada, la estaba fabricando yo misma. Fue el mejor viaje que jamás hice.
Los sonoros pitidos de los camiones por lo peculiar que resultaba ver un chihuahua como copiloto, no impedían que Pancho estuviera constantemente en su papel de fiel escrutador de la carretera. Sólo apartaba su afilado hocico del frente para avisarme de qué estaciones de servicio eran las más adecuadas para dar un paseo. En ningún momento bajó la guardia, y conforme el sol le doraba el pelaje sus ataques de alegría eran más frecuentes.
En cada parada que hacíamos agradecía el momento en que apareció Pancho en mi vida. Esta vez no se molestaba en enjugar las lágrimas de mi rostro. Esta vez eran de alegría, y contagiado de ella no paraba de hacer cabriolas en cada parcela de césped que encontrábamos. Su entusiasmo era el fiel reflejo de mi estado de ánimo. Pero no podía detenerme en contemplaciones. El viaje era largo y no quería que las tres horas de ventaja que me había dado mi marido se consumieran.
Faltaban pocos kilómetros para avistar el añorado mar. Me encontraba cansada por los cientos de kilómetros, y la emoción del momento hizo que mi mente desatendiera la conducción para imaginar escenas de un futuro prometedor. En ese momento Pancho volvió a ejercer de experto copiloto y con una rotunda serie de ladridos me sacó de mi ensimismamiento a tiempo de evitar que   el cascarón en el que viajábamos se saliera en una curva. El sobresalto fue tremendo, por muy poco podría haber acabado nuestra aventura a 20 kilómetros de la meta. Y de no haber sido por el copiloto ese parecía el destino que tenía marcado.
Tras el enorme susto imité a Pancho y no aparte mi vista de la carretera. Finalmente detuve el coche, Pancho se volvía loco por salir al sol y aspirar el olor a salitre. En ese momento volvió sonó el móvil. Era mi marido que debía de estar a unos 20 Km de nosotros. “¿Estáis bien? ¡Que alivio! Acabo de ver un coche igual que el tuyo estampado en una curva bajando Las Pedrizas”
Pancho no fue sólo el copiloto en una aventura tan descabellada como acertada, sino que es el copiloto en el viaje que nos une de por vida. Pero eso es otra historia.
Esta historia ha sido posible gracias a la idea Perséfone, "Concurso de la mano de Hachi" en su galardonado Anima-Blog
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